Tuesday, October 31, 2006

UNA RAYA MÁS AL TIGRE



Tráfico de mierda, exclamó Javier Zanabria: Isabel, mi amor, no te vayas a ir, yo voy a llegar, por favor, no te muevas, espérame. Que jodido está todo. Las luces del semáforo han terminado por confundirse en el vaho rojizo del crepúsculo, y la congestión del tráfico ya es definitiva, Isabel, cariño, ahora ya será en vano que los automóviles, los ómnibus y los policías armen el gran laberinto con sus bocinas, sus silbatos y sus señales: se jodió, me jodí, no voy a llegar a tiempo. La muchedumbre se alborota, se desborda en las esquinas, maldice, invade las pistas, se tropieza: Isabel, perdón por llegar tarde, el tránsito difícil, mi amor, eso diré, el gerente maldito, corazón, y tu academia tan lejos. Isabel, tú vas a comprender.

¿Pero qué se habrá creído el teniente? - gruñó para sí el cabo Juvenal Montero - ¿Qué puede gritar porque el rango? Ni hablar, carajo: y usted no se estaciona aquí, así es que mueva su carro antes de que lo multe, lo detenga y lo joda como me está jodiendo a mí el destino por la mala suerte de ser tan sólo un guardia. Está deprimido el cabo Juvenal Montero. Se repasa la mano por la frente grasosa, mira con odio al hombrecillo que, desde la ventanilla de su autito de mierda, me mira con angustia, puta madre, qué cara, pero igual que se vaya, porque yo ya tengo bastante con los problemas que me da la vida sólo por no haber tenido el dinero suficiente para cambiar de suerte ¿Verdad teniente? Y claro, cómo guapea usted cuando está de malas, sin importarle la edad ni la suerte del que se le ponga delante, y por supuesto que si yo hubiera tenido dinero tampoco sería guardia, tal vez ya sería Mayor, su Mayor, Teniente, y la vida sería otra cosa, y usted sería sólo un mocoso con uniforme: Teniente cabrón. Y a usted ya le dije que mueva su carro.
Definitivamente hoy es un mal día, mala suerte con la vida, con el rango y hasta con el tránsito.

Está de malas el guardia, dedujo entonces Carlitos Bejarano: un taxista que ha recorrido una y mil veces todas las calles de esta ciudad difícil, y claro, con ello sólo he ganado recuerdos para la cantina, porque dinero, sólo para vivir, jefe, no sea malo, deje que me estacione porque tengo un cliente que se me puede escapar y usted sabe, cada billete siempre será bueno para sobrevivir. Mujer, sólo se gana para sobrevivir y esperar que los hijos crezcan y tengan mejor suerte. Jefe, no se pague conmigo porque la vida es igual de fregada para usted y para mí y seguramente para el tipo aquel que se desespera por subir a cualquier transporte que lo saque de esta locura: cómo si fuera fácil, jefe, por favor, por esta vez.

La noche se va definiendo en una bruma inexorable, y en el horizonte, el débil trazo rojizo de la tarde es una aleteo que se diluye más allá de la geometría grisácea de los edificios: Isabel, bonita - recuerda Zanabria - ¿En verdad me quieres? - suspira Zanabria - necesito oírlo una y otra vez, como si fuera un viejo bolero que sólo se escucha cuando se está enamorado o borracho, y el ómnibus que no viene, amor, y la hora que no se detiene. Tonto enamorado Zanabria: desesperado, celoso, agobiado, loco Zanabria.
Los vehículos, como capturados en la urdimembre de una sórdida telaraña, aceleran intentando escapar, y rugen, y se quejan con bocinazos inútiles, porque el tránsito ya se jodió, carajo, maldice el cabo Montero, y otra vez, carajo; pero esta vez por este pendejo que no quiere mover su cagada de carro y que suplica, que no entiende, que no se da cuenta de que estoy con rabia, que lo voy a joder sólo por espeso, por llorón.
Por favor, jefe - ruega Carlitos Bejarano - usted comprenda, jefe, la vida está difícil, y complicada; deje que me estacione sólo un rato, jefe, y sí, es cierto, yo suplico, yo ruego, yo me humillo, mi cabo, porque, poco a poco, uno se acostumbra; Vamos, jefe, si todo está complicado, si la vida es complicada y jodida como este auto que se me desarma en cada esquina, pero usted entiende, mi cabo, igual hay que trabajar, para un frejolito y luego para otro, y no alcanza, nunca alcanza, siempre la sensación de que se está dando vueltas en la misma mierda, jefe, sin papeleta por favor.

Dos hombres recorren pausadamente la avenida grande. Caminan indiferentes a la desesperación de los transeúntes que, a esa hora, ya han desbordado las veredas. Uno es delgado y más alto que el otro, pero en ambos hay un gesto de ocultación que los separa de la corriente humana que, para entonces, avanza entre tropezones e insultos.
El más bajo tiene el cabello lacio y descuidado. El paso desordenado y sonríe a ratos, como si estuviera nervioso; luego, como arrepentido, su rostro cetrino recupera el gesto anterior: insociable, frío e impasible.
El más alto, en cambio, mantiene un aire como de solemnidad en cada gesto: el cabello corto, el rostro ceroso, la mirada inquieta detrás de unos lentes de cristales muy gruesos. Carga una mochila vieja con extremo cuidado, como si la protegiera de todo y de todos.

¡Carajo con el tránsito! El cabo Montero está sudando. Justo cuando me toca turno se arma esta cojudez, carajo con mi suerte sin fortuna, y ahora seguro que el Teniente se desquita conmigo. Y los silbatos que me joden y el chillido de las bocinas que ahora se extienden hasta el infinito. Como que todo crece y luego se debilita, y se esparce y se reagrupa.

El hombre de la mochila a ratos mueve los labios como si repasara algún código secreto que no quisiera olvidar, y en los gruesos vidrios de sus anteojos comienzan a rebotar, como llamitas minúsculas, las primeras luces mortecinas de los faroles. Están cansados, nerviosos, tensos. Ambos parecen ejecutar la rutina de un ejercicio previamente memorizado.
El más bajo mira de tanto a en tanto a su compañero como esperando alguna orden intempestiva. El gentío, mientras tanto, va y viene como un oleaje incontrolable y sordo.

Isabel, estoy celoso, tu academia me vuelve loco, tu profesor es un imbécil y también me vuelve loco, lo odio: te llena la cabeza de cojudeces, te aleja de mí. Amor, espérame, no tendríamos que estar pasando por esta agonía si te quedaras conmigo para siempre, y te olvidaras de tu academia y de las huevadas que proclama ese tu profesor de mierda, porque yo soy mejor que ese miope idiotón, sabes, porque para vivir hay estar en la vida y no escondido entre los sueños, así pienso yo, amor, espérame, por favor, te amo. Hay un olor de fritangas que se extiende por todas partes y es denso, pegajoso, fundido con el humo negruzco y picante de los motores, y las luces de los autos y de los faroles como que van ganando nitidez en la proximidad de la noche definitiva, amor, perdóname.

Apagón, carajo, Isabel no te asustes, quédate allí, espérame. La noche se fractura, se transforma en una cueva en donde vuelan miles de ojos brillantes. La gente se asusta, maldice, se alborota ¿Cómo es esto, Isabel? Yo no entiendo eso de no tener visión de la vida, y de cuándo acá me sales con esas pendejadas, Isabel, mi amor, perdóname, insisto, tu profesor me tiene cojudo.

Y en verdad yo no entiendo por qué me tiene que pasar esto a mí ¿Por qué cuando estoy en servicio? ¿Y si me toca? ¿Y si acaso me llegó la hora? ¿Y si ahora mismo bajan de un auto con las metracas dispuestas? Y me queman, me matan, me dejan muriendo, mierda, Teniente, usted también se muñequea, no lo niegue, que lo estoy viendo desde esta esquina, asustado. Teniente, la muerte nos apareja: en esta vida la muerte es una mano que señala por igual a todos, qué vaina.
Llegar a casa, Dios mío, llegar aprisa, despejen la pista carajo, si se me cruzan ellos les paso el carro ¿Y si disparan, y pierdo el control y el auto se estrella? Y luego mis hijos lo leen en el diario, y mientras lloran ya están pensando cómo harán para sobrevivir: jodido, mujer, siempre jodido, viviendo de prestado, con el corazón sujeto en la punta de un hilo muy débil, un día no hay plata, un día me roban el carro, un día una explosión me arranca las pesadillas, igual, mujer, la cosa es igual, un círculo un poco más grande, un poco más chico, pero igual.

Hay un nudo de sombras y de luces que se encabrita en la intersección de la Colmena con Tacna. Las bocinas se gritan y los silbatos casi desaparecen apabullados por el desorden. Las luces de las tiendas son entonces mortecinas, débiles, moribundas en el triángulo de sus velas.

El hombre más bajo se ha puesto tenso y mira a todos lados con ojos temerosos, mientras el de los anteojos gruesos descuelga la mochila cuidadosamente hasta depositarla en el suelo. Se reacomoda los lentes. Los peatones ascienden y descienden torpes, golpeándose entre ellos. El cielo es una bóveda oscura en donde un fragmento de luna se ensucia con nubarrones grisáceos.
La mochila ya está abierta y, del interior, una espiral de humo emerge amenazante. El hombre más bajo mira asustado y luego busca la mirada del otro como pidiendo ayuda. Entonces un transeúnte, que se ha salido de la correntada de caminantes, vocifera desesperado, carajo, una bomba, terroristas, corran, puta madre, te dije que cubrieras, te dije que no pensaras en otra cosa, huevón, que si pensabas en algo distinto te quebrabas, te jodías, te morías. El río es ahora más caudaloso y ondulante. Una mujer ha gritado y el policía: me llegó, Dios mío, cartuchera de mierda, ábrete, Teniente - con la voz quebrada – terrucos. Y Bejarano, te dije mujer, tarde o temprano siempre va a llegar el día en donde se acaben las carreras y las ruedas de este carro se planten para siempre.

El más bajo ha sacado una pistola de la pretina. Los transeúntes corren y algunos abandonan sus autos. Tu profesor es una mierda con lentes amor, no le hagas caso corazón, tanta palabrería sólo para acostarse contigo, mi cielo. No me juzgues tan duramente, simplemente te quiero y no entiendo ni quiero entender que la vida tenga otras demandas o si a este país se lo está llevando el carajo, no me importa, ni a ti tampoco te debería importar, Isabel.

El hombre que cargaba la mochila también empuña una pistola y ha disparado contra un policía que alcanzó a esconderse detrás de una pared desconchada. El más bajo ha gritado un quejido antes de caer, bien mi teniente, pero escóndase, no sea huevón. El humo en la mochila es intenso, Teniente, carajo, no se haga el pendejo, escóndase. Tantas vueltas y tantas angustias para llegar a esta avenida sin retorno. Cómo explicarlo, cómo saber que no la estamos cagando como siempre, como todos. Cómo verle la cara a la muerte sin sentirse cojudamente sorprendido.
El estruendo de la explosión fue repentino, tajante. Una sucesión de gritos se acumuló detrás de la humareda. Un quejido múltiple de vidrios se extendió incontenible: ¿Entiendes, Isabel? Y tenía tanto que decirte hoy.

Friday, October 13, 2006

CUENTO



TIEMPOS DIFÍCILES


La luz del amanecer aún era débil y el alumbrado amarillento de los faroles todavía determinaba con nitidez las líneas de las calles. Una fría neblina vagabundeaba por la ciudad. Todo parecía extrañamente quieto. Javier Santa Cruz caminaba a esa hora por la avenida Alfonso Ugarte y aún sentía un poco de sueño: los párpados pesados y una sensación de lasitud en el cuerpo.
Tenía que estar entre los primeros de la cola. El reparto comenzaba como a las siete y, si todo iba bien, podría dejar la bolsa con los comestibles en la casa, quemarse la boca con el café – por fin con mucha azúcar - y quizás llegar puntual al taller. Entonces ya no tendría que escuchar los regaños de don Andrés. Claro, si todo iba bien esa mañana – pensó – porque desde que tenía memoria muy pocas cosas salían bien en su vida y también en la vida de casi todos los que conocía.
Cruzó por fin la avenida Alfonso Ugarte a la altura del colegio Guadalupe. Observó – sin perder el paso – esa parte de la ciudad y suspiró. Todo se veía tan apacible y silencioso a esa hora. Sólo algunas luces languideciendo en las ventanas adormiladas de los edificios. En un par de horas, sin embargo, la ciudad volvería a la agitación de siempre: habría bocinazos de ómnibus, empujones de gente apresurada, gritos de vendedores ambulantes. Pensar que Cecilia iba a caminar más tarde por esa misma ruta para intentar comprar otra bolsa de víveres. Javier Santa Cruz supuso que iba a ser muy difícil que ella consiga otra ración porque ya había visto la extensión de las colas que se hacían los viernes de quincena. Siempre pasaba que antes de media mañana se agotaban las raciones. Luego la ansiedad de la gente se iría materializando en empujones y maldiciones. Pero más difícil era convencer a Cecilia cuando se ponía en plan de terca. En todo caso, cómo no entender la obsesión de su mujer por juntar, acumular, asegurar la mayor cantidad de víveres, si los rumores de una escasez mayor corrían por todas las bocas durante el día. Cecilia era una madre normal que últimamente hacía cosas anormales como casi todos los demás. Claro, la crisis.
Cuando estuvo cerca de la gran puerta metálica, sintió un hincón de rabia porque ya había por lo menos treinta siluetas semidormidas formando la hilera. Iba a ser un día difícil. Aun a pesar de la bruma del amanecer, ya se podía leer el cartelón en la parte superior del almacén: Mercados del Pueblo. Tocó su bolsillo para confirmar que tenía el fajo de billetes y apresuró el paso para ser el siguiente en la cola. Y pensar que unos meses antes, cuando no sospechaba que su vida iba a tomar un nuevo rumbo, imágenes como ésta le habían parecido tan patéticas. Gente que corría de tienda en tienda tratando de comprar medio kilo de azúcar por aquí y otro medio kilo por allá a cambio de llevar cosas, de pronto tan innecesarias, como jaboneras o aerosoles. No obstante, ahora, él era parte del contingente de personas que amanecía con el sabor amargo de la preocupación por la escasez, la devaluación y la violencia política. Miró su reloj y aceptó con resignación que iba estar un buen rato en la cola. Se levantó el cuello de la casaca y suspiró. Pensó en Guillermito. Seguro que ya se había despertado y probablemente Cecilia le cantaba una canción de cuna mientras le preparaba su papilla.

Cecilia había dejado la universidad cuando supo que estaba embarazada de Guillermito. Es decir, no fue por el embarazo exactamente, sino porque la posibilidad de que los dos siguieran estudiando había sido descartada después de muchas conversaciones agotadoras y tristes. A Javier Santa Cruz le faltaba sólo unos cuantos cursos y con su bachillerato en la mano le iba a ser más fácil encontrar una plaza de profesor. En cambio, para Cecilia la situación se hacía más complicada porque recién estaba por la mitad de la carrera. En esos días, Javier Santa Cruz todavía estaba seguro de ganarle la partida a la adversidad. Con un poco de paciencia, disciplina e inteligencia – le había dicho a Cecilia – iban a superar aquellos malos momentos. ¿Quién iba suponer que las cosas del país se iban a complicar tanto? Que el dictado de gramática en el C.E.O de la señora Narváez se iba a terminar cuando los terroristas dinamitaron por segunda vez el Banco del primer piso. Mala suerte. Entonces la señora Narváez le puso candado definitivo a uno de los ingresos más importantes de Javier Santa Cruz y se marchó del país como otros tantos.
Poco tiempo después se malogró el Escarabajo y no hubo cuándo juntar la plata para la reparación. Entonces también se acabaron las largas noches de taxis. Tuvieron que hacer ajustes en el presupuesto y mudarse a una pieza más pequeña con baño compartido. Por lo menos, don Andrés, el dueño de la mecánica, no puso mucho problema y lo aceptó como ayudante con tiempo para ir a la universidad, cuando había clases, claro, y cada vez eran menos esos días, por lo de la violencia. De paso, Javier Santa Cruz cada vez tenía menos ganas de seguir estudiando. Sentía que estaba cayendo lenta e inevitablemente y que, mientras caía, sus ilusiones rebotaban entre frustración y frustración. Pese a ello, en todo ese tiempo de descalabro, Cecilia se había comportado a la altura de las circunstancias. Había hecho milagros con lo que él traía más lo que ella conseguía en sus ventas de cosméticos a domicilio. Cuando nació Guillermito, Cecilia hizo que los tres se tomaran una foto en la misma maternidad pública y le pidió a Javier que tuviera siempre una copia en la billetera. Fue quizás el único momento en que usó un tono determinante. Por lo demás, su mujer parecía siempre dispuesta a comprenderlo todo, aunque había noches en las que Javier Santa Cruz la había atrapado despierta y con la mirada perdida en la luz de la luna que entraba por la ventana.

¿En qué momento había llegado tanta gente? Javier Santa Cruz se sorprendió cuando se dio cuenta de que la hilera semidormida de la madrugada ahora era una sucesión casi incontable de individuos apretujados y malhumorados que daba varias curvas y que se perdía en una de las esquinas. Se había distraído en sus pensamientos y no supo cuándo se había creado ese desorden que amenazaba con un saqueo. Había muchos policías tratando de controlar a la gente y se oían gritos y maldiciones contra los individuos que creaban el laberinto; aunque, básicamente, las maldiciones eran contra todo lo que sea el gobierno; es decir: los policías, los administradores del almacén, los ministros y el Presidente. En una esquina, dos tanquetas militares, silenciosas y amenazantes, parecían camuflarse en el color grisáceo de un edificio. Los males nunca vienen solos, sino de a dos y hasta de a tres, pensó Javier Santa Cruz. Vio que uno de los uniformados, encaramado en la torreta de una de las máquinas militares, acercaba las manos hasta el rostro para calentarlas con su aliento.
Cuando las puertas del almacén se abrieron y varios empleados de camisa y corbata aparecieron con sus sellos, la gente se alborotó. La larga hilera de concurrentes se agitó como una serpiente y pareció partirse en algunos tramos; sin embargo se mantuvo unida. Tres sudorosos policías intentaban, con la ayuda de sus varas, ordenar las cosas en la puerta, mientras los empleados iban sellando el brazo de los que iban ingresando. Javier Santa Cruz observó los gestos de incomodidad con la que algunos recibían el sello. Sintió la misma molestia cuando recibió el suyo. Recordó la imagen televisiva del funcionario del gobierno que explicaba la necesidad de controles para evitar el acaparamiento y recordó también las imprecaciones de Cecilia porque, a pesar de tantos sellos y tiques, los víveres igual aparecían en cualquier tienda a precios exorbitantes y muchos estaban haciendo un dineral con la necesidad de otros. Cecilia, y muchos como ella, tenían razón con lo que decían. Todo parecía irse a pique sin que nadie tuviera algún control.

A veces, Javier Santa Cruz suponía que Cecilia sentía algo de culpa por haberlo orillado a esa decisión con el embarazo y que, por eso, soportaba resignadamente el tipo de vida que estaban llevando. No habían tocado el tema en las conversaciones que tenían algunas noches. Él suponía que siempre era mejor evadir algunos puntos que podían desembocar en un sinceramiento peligroso. Su relación se mantenía en un punto medio del cual, al menos Javier Santa Cruz, no quería salir.
Se habían enamorado cuando ella estaba en el segundo año de la carrera y Javier en el quinto y último año. Claro que debía algunos cursos de ciclos anteriores, pero era la rutina estudiantil de casi todos. Hubo algunas miradas mal disimuladas entre ambos, ciertas sonrisas en los patios de la universidad, hasta que finalmente algún amigo los presentó. Después, todo fue llegando de manera natural: buenos compañeros en algunas clases, amenos conversadores en largas charlas, luego amigos inseparables, caminantes incansables del centro de Lima en busca de libros de segunda o de los últimos cines que quedaban en el Jirón de la Unión. Se hicieron enamorados a fines de ese año y ambos parecían haber encontrado su complemento ideal.
Cecilia supo entonces que Javier Santa Cruz vivía en una pensión del Rímac, una vieja casona que a ella le pareció tétrica porque tenía los techos muy altos y las maderas se quejaban cada vez que alguien caminaba con demasiada prisa. También se enteró de que Javier Santa Cruz no tenía hermanos, que había perdido a su madre cuando era muy chico, que nunca conoció a su padre, que había vivido su adolescencia con unos tíos que luego tuvieron que marcharse a Huancayo. Nada especial en mi vida, hasta ahora, Cecilia: lo de siempre.
Javier Santa Cruz le contó que tenía la ilusión, a largo plazo, de tener un colegio privado y vivir de esas rentas sin mayores contratiempos.
Cecilia, si había conocido a su padre, aunque lo había visto muy poco. Había fallecido hacía cinco años. Lo quiso mucho. Ahora vivía con su madre y sus dos hermanos que ya tenían mujeres e hijos. Habían heredado de su abuelo paterno un chalecito por la avenida Tomás Valle. Suerte de tener techo, aunque ahora ya eran demasiados dentro de los noventa metros cuadrados del chalecito.

Del padre, Cecilia había heredado la curiosidad por las cosas de la política. El había sido un sindicalista muy respetado. Javier Santa Cruz no se opuso a acompañarla a las reuniones en el Centro Federado de Estudiantes para escuchar algunas discusiones políticas. El bichito de la política. Te entiendo, Cecilia. Además, por eso ella se había matriculado en la especialidad de Historia y Geografía, para entender más a su país. Correcto, Cecilia. Asistieron, en ese tiempo, a muchas reuniones, charlas y debates sobre política. Porque el terrorismo era ya una realidad que iba desolando las serranías del país, escuchaban, y era inevitable que más pronto que tarde éste iba a caer con todo su rencor sobre la capital, amenazaban los expositores. Cecilia parecía querer develar los misterios de la lucha de clases como si buscara comprender lo que tanto había obsesionado a su padre. Los apagones y los asesinatos de autoridades, así como de modestos dirigentes de zonas marginales, los coches bomba, las pintas, los folletos, indicaban que la violencia se iba a acrecentar. Y los otros, cállate, patético burgués. Había que participar en aquellos movimientos que buscaran respaldar a quienes defendieran la democracia, se pronunciaban algunos. Lo que debes saber es que ya les llegó la hora a los miserables traidores como ustedes, vociferaban los otros. Lo cierto es que Cecilia había visto muy poco a su padre y que había vivido en una adolescencia llena de lamentos maternales por las locuras del padre. Agitadores. Capitalistas. Terroristas. Vende patrias. Luego, las discusiones, las discrepancias, los grupos que simpatizaban con una ideología y los que se oponían. Los que estaban a favor de una purificación de la nación a través de una guerra civil, los que no creían en la violencia, los que tenían miedo, los que sembraban miedo. Después, las patadas y codazos con los que terminaban las reuniones. Javier Santa Cruz tuvo que cubrir más de una vez a Cecilia para que no le cayera alguna pedrada y tuvieron que huir a toda prisa de más de una manifestación que terminó en pelea.
Se alejaron paulatinamente de todo ese ajetreo sin tener que consultarlo entre ellos. No hubo necesidad. Estaban muy ocupados en explorar sus sentimientos y cada cual guardaba, secretamente, la ilusión de que el mundo iba mejorar para ellos dos. Después de todo, Cecilia lo dijo una vez, el país se venía acabando desde que era niña.

Su mujer le había dejado una nota sobre la mesa junto al termo con el agua caliente y la latita de café. Había salido a cobrar una cuenta antes de que la clienta se vaya a trabajar. Iba a procurar volver rápido al cuarto, pero era seguro que no lo iba a encontrar. Después ella iría al almacén para intentar algo. Javier Santa Cruz bebió su café y disfrutó del silencio de la habitación. Percibió el olor a talco y leche de Guillermito. Lo extrañó. Vio la cuna y la cama de plaza y media en donde dormía con Cecilia cada noche de los tres últimos años. El roperito y las cajas en donde su mujer guardaba las ropas. La cocinilla de gas, la ollas pegaditas a los platos, los anaqueles de plástico en donde languidecían algunas legumbres, el televisor y el sillón huérfano que habían comprado en un remate. ¿Estaba bien todo? ¿Por qué esa mirada de lástima a su alrededor? El anaquel en donde estaban los libros y las cosas de la universidad, la fotografía que se habían tomado en la pileta de la facultad cuando todo parecía tan fácil. Masticó con pocas ganas el pan con mantequilla que le habían dejado y se sirvió otro poco de café. ¿Estaba arrepentido? Pensó en Guillermito. Recordó la noche en la que le dijo Javesh y no papá, sus manitos cuyos deditos se abrían y se cerraban llamándolo; pero ¿qué le pasaba a esa ternura paterna en mañanas como ésta? Cerró la puerta, le dio dos vueltas a la chapa y caminó con prisa para llegar al trabajo.

Nunca se lo dijo, pero esa noche, después de la noticia del embarazo y luego de dejar a Cecilia en la puerta de su casa, Javier Santa Cruz maldijo intensamente su situación. Se aterró: no quería se padre. Esa noche, apenas contuvo el impulso de regresar sobre sus pasos para pedirle que no tuviera al niño. Estaba molesto. Hubiera querido decirle que debía haberse cuidado mejor, que no era una escolar, que no por la puras era una chica universitaria, que todo se iba fastidiar por un arrebato de sentimentalismo o de irresponsabilidad. Sentado en el paradero de los ómnibus pasó algunas horas pensando en su paternidad. Por varios días ocultó la rabia que sentía contra Cecilia. Luego, poco a poco, su irascibilidad se fue atenuando. La actitud apacible de Cecilia y su practicidad para solucionar los problemas inmediatos como que adormecieron su secreto resentimiento. Tuvieron un baby shower organizado por algunos de sus compañeros de base. Es cierto que ya no había muchos porque la violencia los estaba disolviendo paulatinamente y, en verdad, ya no era muy seguro seguir estudiando. Margarita y Ricardo, los más cercanos amigos que tuvieron en la universidad, aun los siguieron frecuentando por buen tiempo. Por aquella época, los cuatro iban al cine una que otra vez, cuando había suerte y los apagones no lo arruinaban; luego tomaban un café en algún restaurante cercano y charlaban. Pero las cosas se fueron haciendo cada vez más complicadas para todos y, tal vez la violencia o el hecho de que las vidas de Cecilia y Javier se encarrilaran por otro rumbo hicieron que Margarita y Ricardo también desaparecieran de sus vidas. Cecilia a veces los mencionaba con algo de nostalgia, aunque jamás ahondó – al menos no delante de Javier – en las razones por las cuales se alejaron tanto de los amigos de aquella época.

Supo que había sido una bomba por el temblor repentino del piso, y el quejido sorpresivo de los vidrios. Carajo. Luego, hubo un silencio asustado y breve en las calles. Don Andrés, los demás trabajadores y los clientes de la mecánica palidecieron. Malditos terroristas. Entonces Javier Santa Cruz lo supo: la detonación había sido en el almacén del Pueblo. En todo caso sintió que algo se partía en su corazón y eso le fue suficiente. Luego se oyeron algunos disparos de fusil. Dios mío, disparos hechos a ciegas por esos soldaditos asustados. Por último, gimieron las sirenas trepidantes de las ambulancias y el aullido de los patrulleros. No puede ser.
Tropezó con un montículo de piedra al lado de una zanja e hizo varios intentos para no caer, se sobrepuso ¿En qué momento había empezado a correr? Había doce cuadras que lo separaban del almacén. Siguió corriendo como si estuviera en otra dimensión. Cecilia, por favor. No sintió dolor cuando volvió a tropezar en la quinta calle y cayó aparatosamente, que Guillermito sonría; se levantó y siguió corriendo aun cuando vio que había sangre en una de sus manos rasguñadas, que me diga Javesh. Se secó las lágrimas con los puños de la camisa y comprendió que sólo lloraba sin hacer ningún gesto. Se imaginó a sí mismo corriendo desesperado: con la ropa llena de grasa de automóvil, el cabello pegajoso y los zapatos viejos. Se sintió miserable y corrió más rápido ¿Así terminaba todo? Cuando le faltaban dos cuadras para llegar al almacén, sintió el olor inconfundible de la pólvora y los químicos. Cecilia ¿Por qué no peleaste alguna vez conmigo y me dijiste cuán cobarde era yo? Estúpidamente callado, opaco, haciendo una vida juntos con resignación de mártir ¿Por qué no me dijiste que yo era un pendejo que te echaba la culpa diariamente con la mirada y con la actitud de padre sacrificado?

Cuando llegó, vio que había nubarrones de humo denso y negruzco saliendo de un costado del almacén. Los soldados habían formado un cerco con sus fusiles y sus cuerpos alrededor de la construcción desde unos cincuenta metros antes. Los bomberos ya estaban subiendo algunos cuerpos en las camillas. Javier Santa Cruz trató de atravesar el cerco con la misma carrera con la que había llegado, pero el golpe de un fusil lo derribó violentamente. Se reincorporó a medias, buscó respirar, comprender lo que estaba viviendo desde hacía tiempo, lo que le podía tocar vivir a partir de esa misma mañana. Se sintió totalmente solo y desde el fondo de su propio abismo exclamó:
- Mi hijo... mi esposa... por favor – no pudo evitar que su voz se quebrara. No quiero quedarme solo, Cecilia.
El soldado no tenía más de veinte años y parecía tan asustado como todos. Vio como Javier Santa Cruz se reincorporaba con dificultad del culatazo. Una ambulancia comenzó a ulular anunciado su llegada. Los silbatos de los policías se sucedían atropelladamente. Cuando el recluta iba a golpearlo por segunda vez no pudo evitar encontrarse con los ojos locos y llorosos de Javier Santa Cruz. Entonces algo cambió en la mirada recelosa y asustada del soldadito. Se hizo a un lado para que aquel hombre consternado de traje de faena y con una mano sangrante pudiera pasar.
Un bombero alcanzó a decirle que aparte de los cuatro heridos que estaban subiendo, habían ya llevado a un policía muy grave y a dos mujeres, pero que no estaba seguro de la edad, aunque le parecían de cuarenta o más. Le gritaron que era mejor que vaya a ver si su hijo estaba en casa y que en todo caso tenía que recoger los documentos de identidad si quería que le informaran de algo en emergencias. Quiso gritar para saber más, pero había gente gritando por todos lados y policías empujando a todos. Terminó por quedar fuera del tumulto. Corrió a casa.

Cuando abrió la puerta vio que Guillermito se llevaba una cuchara de papilla a la boca y que su rostro estaba enlodado con la crema amarillenta. Cecilia apareció desde la cocinita. Javier Santa Cruz la miró por un largo rato: su cabellera corta como cuando era estudiante, su rostro pecoso y algo sudoroso por el fuego de la hornilla. Se acercó a ella y la abrazó.
- ¿Estás bien? – preguntó ella, preocupada.

Javier Santa Cruz la abrazó intensamente sin decir palabra. Ella se dejó por unos instantes, pero luego llevó sus manos al rostro de Javier, lo miró a los ojos, luego lo auscultó como buscándole alguna herida. El cuerpo del hombre aún temblaba.
- Tuve miedo – dijo Javier Santa Cruz
Después de unos segundos y con un tono de voz más controlado y decidido:
- Pero, ya no.

Friday, September 29, 2006

CUENTO DEL LIBRO "EPISTOLARIO DE JAVIER"



EL OCASO DE UN ÍDOLO


Cuando Beterraga lanzó un escupitajo que cayó muy cerca de los zapatos de Zamorano, hubo un murmullo general en el salón y, de inmediato, se formó un círculo entusiasmado alrededor de los dos. Iba haber pelea.
Todos miramos entonces ansiosamente a Zamorano en espera de su reacción; pero él, como siempre, asumió esa actitud tranquila y casi apática que ya le conocíamos cuando iba a pelear. Observó el lugar en donde había caído el salivazo, y hubo un instante en el que parecía estar buscándole formas a la mancha en el suelo. Nadie se atrevió a romper el silencio de ese momento porque se trataba de Zamorano y algunos le tenían mucho respeto y otros, simplemente miedo. Luego levantó la cabeza y auscultó tranquilamente a Beterraga que se había puesto en guardia por si acaso.
- ¿Estás seguro de que te quieres mechar conmigo? – preguntó Zamorano. Su voz no mostraba enfado; más bien, sorpresa.
Entonces Beterraga, como que se confundió por un rato. Abrió levemente la boca y bajó un tanto la guardia; luego – aún desconcertado - recorrió con la mirada a todos los que habíamos formado el círculo y que observábamos atentos. Algunos incluso estaban parados sobre las carpetas. Chino, Caruso y San Martín se habían ubicado detrás de Beterraga; en cambio, Palacios y yo nos habíamos situado muy cerca de Zamorano. Todos estábamos quietos y expectantes. Sólo se movían las aspas envejecidas de los ventiladores. Fuera del salón, el recreo transcurría como todas las mañanas.
- Claro que estoy seguro – contestó entonces Beterraga. Su respuesta se oyó opaca, como si se hubiera amilanado; tal vez por eso agregó inmediatamente: Y te voy sacar la mierda.
Zamorano encogió los hombros:
- Entonces nos vemos a la salida, en el parque – dijo. Parecía estar aburrido de la misma rutina - allí veremos si me sacas la mierda.

Las dos últimas horas de clase transcurrieron pesadamente. El pobre profesor Silva trató en vano de hacernos interesar en la vida y obra de Vallejo. Nos recitó algunos poemas que ya conocíamos desde el cuarto año; pero nosotros no lográbamos concentrarnos en un asunto tan irreal como la poesía cuando estábamos por presenciar una pelea más del inquebrantable Zamorano. Luego nos hizo algunas preguntas sueltas con la promesa de mejorar nuestras notas si le contestábamos correctamente; pero ninguno de nosotros logró atinar con alguna respuesta. Después – ya bastante molesto - nos amenazó con reportes negativos y, por último, totalmente iracundo, nos dijo que éramos unos cretinos sin sensibilidad y sin futuro. <> susurró Palacios.
Zamorano se había sentado como siempre en la segunda hilera, recostado contra la pared; mientras que Beterraga, que solía cambiar de ubicación, aunque siempre entre las últimas carpetas, ahora se había juntado con Chino y Carusso. Era invierno y, más allá de las ventanas, los edificios grises parecían disolverse entre la neblina. El mundo nos parecía tan extraño y lejano a esa hora. Por último, ya rendido, el pobre Silva nos pidió que resolviéramos el cuestionario de un libro hasta que terminara la hora, sólo a condición de que nos mantuviéramos en silencio. El profesor Silva decía que era poeta y que la enseñanza era sólo para sobrevivir hasta ser reconocido por el mundo literario. <>.
Zamorano estaba en nuestra sección desde el cuarto año, y desde la primera pelea que tuvo, apenas al segundo día de llegado, había demostrado ser el mejor. Antes de que terminara el segundo bimestre ya le había pegado a todos los del cuarto año que se habían atrevido a retarlo; para finales del tercer bimestre había acabado con los bacanes del quinto año. Cada pelea de Zamorano era un evento que nadie quería perderse, porque era como ver, una y otra vez, la consolidación de un héroe.
Zamorano no era cruel con los vencidos. Simplemente los dejaba ir cuando ellos así lo querían. No había burla en ese momento, ni después; era como si olvidara la pelea o como si aquélla hubiera sucedido en un tiempo muy lejano. Por lo demás, él era como todos nosotros que veíamos transcurrir los días y las semanas apabullados por las tareas, atrapados entre las largas explicaciones de los profesores, y asustados por los tantos exámenes que – según ellos – nos iban a preparar para el futuro. Zamorano compartía con nosotros toda esa rutina sin ninguna diferencia. Incluso, con el tiempo, se volvía amigo de los que había vencido, al menos eso había sucedido con Palacios. A pesar de que a Palacios le fue peor que a los otros porque, aquella vez, se fracturó el brazo y terminó llorando por el dolor como un niñito de primaria. Fue un espectáculo muy humillante que marcó la caída de Palacios, aun cuando muchos nos dimos cuenta de que trató de evitar el llanto cuanto pudo. Por mucho tiempo, algunos dejaron de juntarse con él.

Beterraga fue el primero en llegar al parque que, en verdad, sólo era un pampón en medio de unos corralones que servían de depósito. Después fueron llegando en tropel todos los demás. Algunos curiosos miraban desde la distancia el tráfago que se estaba formando y una que otra señora movía la cabeza enojada. Después llegó Zamorano que ya se había quitado la chompa y se había doblado los puños de la camisa. Entonces se hizo un círculo que los encerró a ambos rápidamente.
Zamorano quiso derribar a Beterraga en el primer intento, como si quisiera acabar pronto, pero Beterraga se había plantado bien y le soportó el empujón. Luego entraron a los golpes puros y Beterraga contestó por igual. A ratos la polvareda parecía formar una nube pardusca que los envolvía. En algún momento, una hilo de sangre había comenzado a correr desde los labios de Beterraga, pero aún parecía entero y decidido. Entonces volvieron a golpearse y a empujarse hasta que perdieron el paso y ambos rodaron sobre la tierra. El círculo por un momento se desordenó por el afán de verlos. Beterraga comenzó a patear desde el suelo desesperadamente para alejar a Zamorano y luego se levantó ágilmente de un solo impulso.
Entonces nos dimos cuenta de que algo estaba pasando y que era distinto a todas las gloriosas ocasiones anteriores, Zamorano se estaba cansando. Descubrimos en su rostro sudoroso la sorpresa y, en sus gestos, las muecas a las que lo obligaba el dolor. Para cuando volvieron a trenzarse, ya era Beterraga el que manejaba la pelea y Zamorano el que se cubría y trastabillaba. Desde muy lejos alguien gritaba que los separaran, pero a nadie se le iba a ocurrir intentarlo. El vocerío se iba haciendo ensordecedor. Algunos amigos de Zamorano le gritaban algunas indicaciones para ayudarlo, pero él parecía completamente estupefacto.
Zamorano, paulatinamente, nos parecía más un escolar asustado en medio de una turba de estudiantes descontrolados que el héroe de otras jornadas distintas.
Finalmente perdió el paso y cayó totalmente exhausto, de rodillas, sobre nubecilla de polvo que se fue aquietando lentamente. Beterraga se detuvo un momento, como sorprendido por su hazaña. Se limpió el sudor con el dorso de la mano. Entonces, como si hubiera sentido un impulso repentino, descargó una patada contundente en el estómago de Zamorano. Hubo un silencio total, el aire parecía haberse suspendido. Zamorano quedó doblado y definitivamente vencido. Entonces Beterraga nos miró lentamente a todos, como si nos estuviera midiendo. Se quitó la sangre que manchaba sus labios. Luego rompió el círculo por el lugar donde estaban sus compañeros y se alejó mientras recibía las palmadas de muchos de los estudiantes que ya se iban dispersando. Había nacido otro mito.

Zamorano se levantó poco después, pesadamente, y luego miró al gentío que ya se iba alejando apresurado detrás del ganador. En sus ojos - hasta allí siempre inexpresivos – hubo una pincelada de tristeza. Luego miró a su alrededor como si buscara ayuda. Sólo Palacios se le acercó calladamente. Lo miró con amistad. Luego acomodó un brazo del vencido sobre su cuello, y después, como si fueran dos ancianos endebles, se encaminaron en sentido contrario a los demás. Ninguno de los dos dijo nada. No había necesidad.
Minutos después, una tímida llovizna comenzó a caer sobre el pampón casi vacío.

CUENTO



LA PROMESA INFINITA



Ahora estás al borde del círculo, como una frágil silueta que aún no se atreve a trasponer la tangente. Hay en tu cabello alborotado un poco de cielo sin estrellas y, en las líneas más escondidas de tu rostro, un gesto que fácilmente se confunde con la nostalgia: dudas.
Los chicos del círculo han detenido el ritmo de sus palabras, tal vez sólo para hacerte notar que están esperando tu retorno: suspiras como si estuvieras triste desde siempre.
Un viento suave remece entonces los jardines, y busca tus labios, y se regocija en las ondas de tu cabellera como si ya te conociera; sin embargo no lo entiendes todavía: aún no. Prefieres sentarte en el borde delgado que cerca la piscina y distraerle con las líneas rugosas que ondulan sobre la superficie azulada del agua. Aún no puedes aceptar que hay una brisa, aparte, que únicamente acaricia tu rostro, ni tampoco que hay un murmullo, secreto, que solivianta tus presentimientos, y que te aísla de la comparsa de voces que sale del círculo: intuyes.
Ahora llevas una mano hacia la otra, se mueven tus dedos, estás inquieta y desde tu lugar, intentas hablar con un amigo del círculo, le sonríes; no quieres seguir resbalando por esa suave pendiente que a ratos te captura y te envuelve, como que te acerca.
Uno de los muchachos se ha puesto entonces de pie para recitar sus poemas y algo le vociferan los otros, como un grueso de palabras que tú ya no logras comprender porque repentinamente te invade una sensación mayor que consume tus presentimientos. Bajas los párpados y sueltas tu mano y esta toca la superficie del agua; entonces te estremeces porque la silueta del Apúnchic, difusa aún entre la niebla de tus visiones, ha levantado el poderoso brazo para anunciar, desde lo alto de la colina, que el Imperio Inca va a castigar a los rebeldes, y tienes miedo, y en el horizonte brilla., inmenso, el Sol que se eleva desde el fondo de la quebrada: flamígero y poderoso.
Frotas entonces tus ojos con miedo. y la verdad tangible de la piscina regresa paulatinamente junto con el follaje verdoso que rodea la casa. Hundes ambas manos dentro del agua temblorosa buscando despejarte, es necesario, es urgente; pero cuando crees haberlo conseguido, otra vez regresa el zumbido matador de las miles de hondas guerreras que entonces comienzan a girar amenazantes en todo lo ancho de la ladera que abre camino al Antisuyo. Los ojos del Apúnchic están enrojecidos, como si la ira del propio Inca estuviera allí, en sus pupilas de guerrero. Entonces te asustas, lo presientes: vamos, piensa, dulce paloma mía.
Cierras y abres los párpados varias veces, y te tranquilizas porque has recuperado la brisa olorosa del jardín y éste ahora revolotea tranquilo sobre tus cabellos y, a la distancia, oyes el canto de un grillo perdido en la maleza del jardín. Respiras y te concentras. Estás intentando no volver a caer sobre la misma alucinación, no volver a ver lo que otra vez ya estás viendo: la guerra otra vez, el ejército inca otra vez, el fragor de ese supremo poder bajando de nuevo, trayendo el castigo de su poderoso reino, y habíamos sido tan felices antes, Palomita mía, cuando sólo nos preocupaba la siembra, la lluvia, la vida: ¿ Cómo percibir entonces que en el gemido de los cerros se escondía la verdad fatal de nuestras ilusiones, amor?.
Revuelves el agua de la piscina y como que las imágenes se fragmentan, pero tú, ahora, te has quedado en el ángulo difícil de la incertidumbre. Dudas. Cuentas los rombos verdosos que arman el piso y después intentas distraerle auscultando el trajín fatigoso de una hormiga solitaria. Escuchas a otro del círculo recitando poemas con voz ebria mientras los demás beben sin animarse a romper la línea curva y cerrada, y tú, amor, en la tangente, como una sombra que duda bajo la débil luz de las lámparas. Piensa, amor, los Wancas perdieron la guerra y nosotros tratamos de huir de la muerte que se extendía por todo el páramo, como una noche sin luna que se iba tragando la vida. Recuerda Palomita, y entonces huye, escóndete, transfórmate en arroyito que baja en silencio hacia los surcos. Intenta ser una leve sombra en lo alto de la montaña o tal vez pequeña cuculí que se pierde en la distancia, amor, habíamos sido tan felices cuando todavía caminábamos envueltos por el aroma maduro de la cosecha y de pronto, como plaga que destruye el sembrío, como tormenta que incendia los páramos, vino la desgracia que nos alejó como se aleja la noche del día, paloma de los ojos tristes: nos amábamos.
Alguien te ha llamado desde el círculo salvándote de tus dudas, y tú has sonreído como agradeciendo el rescate. Los miras y comprendes que ellos están totalmente aliviados del tormento duro del presente: corren libres por entre los pliegues de sus palabras. Gritan y proclaman conceptos que tú no alcanzas a comprender porque todavía estás lejana y sientes que la dentadura se te hace blanda y que este tiempo, a pesar de tus intentos, se te está yendo a hurtadillas. Entonces te sacudes, te afirmas en el presente, buscas ingresar al círculo, jugando, retando. Te estabas sintiendo mal en la tangente y quieres retornar, estar entre los puros, ya no escuchar la melodía monótona del grillo; quieres diluir la sensación de nostalgia que corre por tu cuerpo. Los poetas están ebrios, y como que te entienden, y celebran tu reingreso, te juegan, te arrastran en grupo hasta la parte honda de la piscina diciéndote que el agua quita la nostalgia y de que ya era hora de volver a la vida. Ríen, ríes, te curvas defendiéndote, sensual, lubricas tus labios, te agitas cuando ya están por lanzarte al agua pidiéndoles en vano que lo hagan porque en verdad, si quieres refrescarte, y suponer que todo pudo ser una alucinación de la que ya has escapado.

La mascaypacha del Inca muy alta, como una señal que nadie se atreve a ver porque es un símbolo divino. Los gritos de júbilo. El Sol. El revuelo de los buitres sobre los cadáveres. La gloria imperial remeciendo la cordillera. Paloma de los ojos tristes, cruzaste el horizonte en vuelo bajo, buscándome. Amor, tanto dolor puede dañarte.

Hay en tus labios un brillo, un burbujeo de palabras, un tenue sabor a licor, y luego, varias manos que te sueltan al espacio finito del agua y caes como rompiendo mil copas de cristal que rozan tus orejas, palomita, sientes que el líquido frío se filtra por tu traje, te inunda. Sabes que arriba, más allá de la bruma del agua, los chicos del círculo te están esperando alegres, y sin embargo, te dejas llevar por el ritmo del agua y entonces vuelves a ver la nieve perpetua bordeando la cordillera y lloras, amor, porque no me has hallado en ningún lugar a pesar de que la onda débil de mis lamentos todavía resuena en tu corazón, como diciéndote, paloma, que tanto amor debe lograr que nos encontremos en otros tiempo, quizás cuando salgas del agua con el cabello revuelto cubriendo tu rostro, y un dedo del pie, y luego otro, una sandalia blanca, tu mano que levanta tus bucles para oír el canto del grillo, entonces como si llorara, como si supiera, al igual que tú y yo, que aún no es el tiempo total para volver a encontrarnos y que tal vez pueda ser en otro tiempo, quizás en otro espacio muy alto, tanto que sólo pueda oírse el aleteo colosal de un cóndor.

DEL LIBRO "EPISTOLARIO DE JAVIER"


PARA MAÑANA TODO SERÁ MEJOR



Papá me estuvo hablando y hablando anoche por largo rato. Esta vez fue un consejo bastante largo. Sólo que le entendí muy poco porque estuvo combinando sus consejos con algunos recuerdos de sus épocas de adolescente. Vaya que se extendió. Lo que pasa es que el viejo muchas veces se enreda en sus propias palabras y luego, inevitablemente, se va por lugares y temas de lo más confusos. Pero es buena gente, y yo sé que trata de ser un buen padre o, por lo menos, lo intenta bastante. Él dice que habló muy poco con el suyo y que tal vez, por eso, cometió muchos errores en su juventud. No quiere que el asunto se repita conmigo.
No es culpa de él entonces que todas las cosas me estén saliendo tan mal. En todo caso, siento que no debo fastidiarlo con lo que me está pasando, porque sería como demostrarle que se equivocó en sus métodos. Aquí la culpa de todo la tengo yo y por eso me he propuesto arreglármelas solo o, en todo caso, joderme solo.
Por lo pronto ya no faltaré a la academia. Es decir, si tengo que arreglar mis asuntos lo haré después. De esta manera ya no tendré que caer en otra de estas extensas sesiones de consejo con el viejo; sesiones que, en verdad, me dejan agotado, no sólo por el esfuerzo que hago para mostrarme atento, sino por parecer arrepentido. Lo curioso es que, a veces, lo hago tan bien que termino creyéndomelo y ando luego por ahí todo apavado con ganas de cambiar, de ser una mejor persona y de dedicarme íntegramente a los estudios. Y no es mala la idea, pero siempre aparecen esas cosas que terminan por descalabrar mis propósitos y me regresan, otra vez, al punto de partida. Esos días, yo mismo me odio cuando me veo en el espejo; siento que me tengo muy poco aprecio.
Por el otro lado también está Malena, que también anda con el mismo cuento de querer ayudarme porque, según ella, me ama y está segura de que lo nuestro es algo que va por lo serio. Yo no digo que no la quiera; es más, estoy seguro de que me va doler mucho cuando ella se canse de todo y me deje. Malena es, desde cualquier lado, una niña buena y decente. En todo caso, lo único de malo que tiene su vida es que yo estoy en ella.
Sin embargo con Malena también he encontrado una manera de sobrellevar las cosas. Una vez a la semana me quedo con ella en la biblioteca para estudiar; aunque, en verdad, yo no estudio gran cosa porque me distraigo fácilmente o me bloqueo; simplemente dejo pasar las horas mientras mi mente divaga en otras dimensiones: imagino cosas, a veces historias completas que después olvido, aunque algunas veces las he llegado a anotar por si alguna vez tuviera ganas de escribirlas más en serio. Son tantas las cosas que quisiera hacer y que nunca hago.
Con las visitas a la biblioteca y alguna que otra cosa que parezca estudiantil, tengo tranquila a Malena. Claro que también eso me deja cansado y hasta de mal humor; pero debo hacerlo porque - también con Malena - me daría mucha pena defraudarla en esas ilusiones de niña redentora que tiene en esa linda cabecita.
Malena tampoco me conoce. Ella sólo conoce lo que necesita y no se da cuenta o no quiere darse cuenta de todo lo demás que también soy. Algunas tardes, en las que dejo pasar las horas echado en mi cama, con el volumen del radio bastante alto, trato de pensar en nosotros después de los treinta. Imagino a Malena muy bonita y con unos anteojos pequeños y elegantes de abogada inteligente, manejando un discreto automóvil. Sólo que yo no puedo, hasta ahora, visualizarme junto a ella en ese supuesto futuro. No obstante, yo siento que la quiero intensamente.

Anoche me volví a topar con los rreveldes y el alacrán me dijo que tenía que pagarle en dos días a más tardar. Yo sabía que tarde o temprano me los tenía que encontrar. Las calles nos son tan grandes como uno quisiera. El gran problema es que ya no sé de donde sacar más dinero. Hasta ahora he podido vender la guitarra, el walkman y las zapatillas sin que nadie se percatara en casa; aunque yo sé que de todas maneras se van a enterar. Aun así no es suficiente para completar el pago. Hubo un momento en el que pensé saquear el cuarto del viejo, pero siento que todavía no he llegado a tocar el fondo. Es decir, ya he visto como empiezan las cosas en otros – y yo siento que ya he empezado -; he visto como todo se les va hundiendo alrededor y luego, poco a poco, todo se va pudriendo hasta que se toca fondo y entonces ya nada importa. Yo estoy resistiéndome todo lo que puedo y es seguro que trataré de seguir haciéndolo hasta el límite. Después he pensado – cuando ya nada se pueda hacer – en irme lejos, a donde mis errores no afecten a las personas que me quieren. No quisiera estar presente cuando todos ellos se enteren de lo que realmente soy: un fumón.
Es verdad que todo esto se pudo haber evitado, manteniéndome lejos de ese mundo; pero es difícil hacerlo cuando, al parecer, todo lo que está a tu alrededor está en contacto con aquello. Lo peor es que yo no lo hice porque tuviera algún problema, no tenía problemas; tampoco hubo alguien que me obligara a usarla, simplemente estaba allí en el día preciso y me prendí. Ahora que lo pienso, todo era muy rápido y vertiginoso en aquel tiempo; entonces fue como si estuviera manejando un coche sin frenos y después de chocar, simplemente me quedé allí. Tal vez, por eso, no quiero pedir ayuda de nadie, porque siento que no merezco el apoyo de nadie. Yo no puedo decir que llegué al vicio por culpa de algo o de alguien. Simplemente ya estoy allí desde algún tiempo y, como si fuera arena movediza, siento que me estoy hundiendo paulatinamente.
Hace algunas semanas, había tomado la decisión de salirme del vicio porque sentía que estaba perdiendo el control. Además, siempre había creído que podría salirme, apenas me decidiera; pero no había contado con esos detalles que ahora me tienen arrinconado. Estoy debiéndole dinero a los rreveldes, los chicos que me vendían la droga, incluso a crédito. Ciertamente no lo había pensado. Es decir, yo creí que podría mantenerme a salvo controlando simplemente la adicción, sin contar con los otros tentáculos en los que ahora estoy atrapado.
Por lo pronto, he decido irme de casa si acaso no logro completar la cuota. Definitivamente no es algo que me entusiasme; pero creo que sería peor esperar a que mi viejo se entere de que unos pandilleros me persiguen porque no puedo pagarles un crédito en drogas. No sabría qué decirle a ese hombre que tanto me quiere. Tampoco quisiera ver el rostro de Malena, ni el de nadie que me haya conocido. Simplemente quisiera desaparecer para todos los que me conocieron alguna vez.

Qué ganas de tener a la mano un cigarrillo cargado para salir de esta depresión, qué ganas enormes de levantar el volumen del radio hasta que la música reviente mis pensamientos, pero seguro que la vecina empezaría a golpear la ventana y le gritaría a mis viejos para que hagan algo conmigo porque soy un forajido y desconsiderado con los demás. Ganas de salir a la calle Aliaga y meterme al callejoncito y conseguir un par de mixtos al vuelo. Sin embargo, también quisiera estar junto a Malena ahora mismo, en el parquecito que está cerca de su casa, bajo los farolitos en donde nos besamos la primera vez, y hablar de esas cosas tranquilas con las que solíamos llenar tantas tardes. Por alguna razón, las cosas siempre han sido así para mí: una especie de camino muy delgado entre el cielo y el infierno. Por ejemplo, a veces quisiera ser un poco como mi padre, al menos en lo buena gente que intenta ser; pero no en lo ingenuo. Yo no dejaría que un hijo mío se acercara tanto al infierno. ¡Que ganas! Que ganas de arrancarme esta piel, este corazón, esta conciencia y ser otro para volver comenzar todo sin recuerdos sucios. Ahora mismo el Chavito y Sebastián deben estar buscando a los demás para salir a patear latas, y más tarde seguramente prenderán algunos tronchos: entonces el mundo parecerá más blando y más lejano. Pero Malena ya no está en casa para mí, desde hace días que no está para mí, se hace negar y yo la comprendo, pero la extraño inmensamente. Y no sólo la extraño a ella, sino a todo lo otro que existía alrededor de nosotros cuando ella estaba conmigo. ¡Que ganas tan enormes! Una vez un profesor dijo que algunas vidas son como piedras que caen por la pendiente y que caen y caen y ya no pueden parar. Me pregunto si no estaré cayendo desde hace rato. Papá hace muy poco me abrazó sin mayor explicación y yo sentí que dentro de él estaba llorando y que yo me escurría de sus brazos como si fuera simplemente arena. No estoy seguro si lo soñé o si fue verdad: desde hace días todo parece ser muy confuso. Por lo menos sé que estoy en mi cuarto desde hace mucho tiempo y que mi madre está caminando por la azotea con esos pasos de preocupación que yo le conozco. Pero tú debes comprender, mamá, que afuera hay un mundo que es distinto al que tú supones. Es que como si hubieran varios mundos en uno solo, todos allí, muy juntos y a la vez totalmente separados. Y tú jamás vas a poder ver más de lo que quieres ver. ¡Ganas! ¡Ganas! Ganas de buscar dinero en cualquier parte y salir por un poco para disipar las penas. Papá y Mamá me ayudaron cuando yo quise aprender a montar bicicleta, yo quería ir solo, y ellos hacían la finta de dejarme, pero yo estaba seguro de que estaban detrás de mí, listos a cogerme antes de que cayera. Todo era tan fácil en aquel tiempo. Luego, en algún momento, todo fue cambiando y de pronto estaba caminando por un sendero lleno de situaciones nuevas en donde ya no había una mano atenta para cogerme. Fue el Chavito quien puso en mi mano el primer troncho y me dijo que si tenía miedo; nadie debe tener miedo si está caminando por ese sendero; dos días después me metí el primer tiro de mi vida y juré que no había sentido nada. Ahora todo parece tan lejano: lo bueno y lo malo. Sin embargo yo no quiero ser una piedra que cae y que cae; yo no quiero escuchar otra vez ese llanto escondido de mi padre que me taladra el alma, tampoco quiero oír los pasos tristes de mi madre perdiéndose en la azotea; no quiero que Malena se vaya de mi lado creyendo que todo lo que vivimos fue malo; pero, sobre todo, no quiero ser una piedra que cae.

- Papa, ayúdame, ya no quiero seguir cayendo
Papá entonces me abrazó muy fuerte, como si en verdad me estuviera sosteniendo en el borde del abismo.
- Te juro que no lo voy a permitir, hijo. Sólo te pido una cosa: que tú tampoco te sueltes de mi mano.

Dicen que es muy difícil que alguien se sobreponga a la adicción. Pero anoche, después de mucho tiempo, pude dormir tranquilamente, como antes.

Thursday, September 28, 2006

JUGANDO A QUE SÍ SE PUEDE



JUGANDO A QUE SÍ SE PUEDE

Cuento que obtuvo el 2do lugar en el concurso "Mil Palabras" de la revista Caretas.


Listo carajo, ya salió la orden, todo el pelotón a romper la madre, lo ordena el Mayor: golpe a todos los revoltosos, sin contemplaciones. ¿Y Liliana? habrá que romperle la boca por haber dicho que no me quería, esta noche, apenas la vea. Suenan las sirenas y entonces los escudos en alto. El sargento Carrasco dispara dos lacrimógenas y el Mayor dice que dos más, a las mierdas esas de la otra esquina. Los curiosos se dispersan porque sino empiezan a llorar. Liliana, ¿pero cómo pudiste hablarme de esa manera? Un aire caliente recircula por toda la avenida y se oyen los gritos del Mayor que se está arrancando los bigotitos uno por uno, está enojado: cabrones. Seguro que Liliana siempre sospechó, cojuda, y usted: cojudo Santillana, en qué mierda piensa, entre a la candela y traiga detenidos. Te amo, Liliana.
Un grupo de policías se disloca a la carrera tratando de cercarlos, pero los revoltosos son rápidos: carajo, ya han ganado la otra calle y, parapetados detrás del gentío confuso y asustado: tírenles piedras muchachos, son la represión, cuiden a las mujeres, siempre de a dos y si los cogen, pico de cera, y cuidado con ella, la del pelo largo y los pantalones finos, la más rabiosa, la más riquita, la que dice que ha descubierto su destino con los pobres de su pueblo, si no la sacan va a caer
La plaza se ha jodido, la turbamulta se encabrita con el humo picante, quién es quién, que vaina. Los autos han sido desviados unas cuadras antes, el cordón policial se está cerrando sudorosamente, se rompen pancartas y banderas rojas, y hay rabia y miedo y también Liliana con sus besos alocados en la boca, en el cuello, y sus manos como papel crepé, cariñosa, Liliana, y luego, carajo, tus ojos indignados, tus dientes de gata, agrediéndome, odiándome: tú eres un sucio policía. Carajo Santillana, más vivo, éstos son duros, habrá que romper costillas y, claro, hay que tener cuidado con los periodistas que siempre están jodiendo !Qué ladillas, Santillana! !Zas! fotos cuando le sacas el ancho a un pendejo y ojito cerrado cuando los pendejos te abollan en mancha. Hay que ver cómo son las cosas de falsas, Liliana, primero como que me amas y hasta haces el amor conmigo, y yo, seguro de que ya eres mi mujer y punto. Tú no me haces preguntas sobre mi vida y yo tampoco sobre la tuya, tiempos modernos, Liliana. Yo te callo lo de policía porque no lo supongo tan grave y sin embargo tú, ya con los ojos rabiosos: policía de mierda, defensor de burgueses. Liliana, no hay derecho ¿Acaso no hay cosas más importantes entre los dos? Pero tú: bastardo, no puede haber nada entre tú y yo. ¿Y nuestra noche en el hotelito con ducha caliente y todo? Y ahora comprendo tu lenguaje indiferente a la lucha del pueblo, carajo, Liliana, ¿Y de dónde mierda entonces salí yo?, sucio policía, sucia la vida, Liliana, y también enredada, confusa, como un círculo que da vueltas y vueltas hasta que nos arroja muy lejos, y sólo entonces, sólo allí, sabrás que el círculo seguirá dando vueltas jodidas igual, Liliana no te quiere, Santillana.
Los revoltosos se han reorganizado y avanzan en grupos inquietos. Están repletos de piedras, piedras hasta en la boca, Santillana. El Mayor ya casi no tiene bigotitos, qué jodidos, Carrasco, tenemos cuatro guardias con las costillas rotas y una tanqueta malograda y el Mayor, quiero detenidos, muchos detenidos, y ellos: por eso siempre de a dos muchachos, sin miedo a la represión, con un pañuelo mojado en la cara, dispersándose rápidos, y cuidado con la muñequita rabiosa, miren que si la detienen la pasan por las armas, hasta el Mayor se matricula.
Los ojos pican y arden, la garganta pica, todo pica por el gas y la tarde se va descolgando como clandestina y temerosa. Entonces todos atacan como en las películas, ustedes los malos, nosotros los buenos y luego al revés. El círculo constante Liliana, el juego en serio, ¿Me entiendes?, y tú y yo en dos puntos lejanos girando y girando, yo soy un sucio policía, pero júrame que lo tuyo no tiene un fango reseco en el borde de cada palabra, Liliana bonita, uno hace lo que puede para sobrevivir y eso cuéntaselo a cualquier imbécil de esos que te interrumpen la vida, como a mí. No fuerces muñeca, quédate quieta, pegadita a la pared, olvídate de mi uniforme y yo me olvido de tus odios confusos, bonita Liliana, no te vayas, mira que te hago escándalo, ¿Acaso tu piel suavecita y desnuda bajo mi cuerpo no valió nada? Te voy a seguir hasta que me escuches, ¿Tampoco el taquito roto, la fiesta, el hipo, mis días de franco, tu deseo?, Ven Liliana, hay tantas cosas ya.
"Santillana, con cuatro a la derecha, por esa calle, agárrenlos" y !paf!, piedrón en el ojo: como un hueco en el pómulo, carajo Liliana, tú no entiendes cómo duele esto. Se jodieron mierdas, si hubiese orden de tiro. Asesinos del pueblo: Liliana. Una decena de muchachos se dispersa por una calle estrecha y sucia, atrás los de uniforme pisando los charcos verdosos y espantando perros, corriendo Santillana. El hueco de la cara ahora se hincha como una pelota, como que las cosas se hacen más chicas. Corran muchachos. Cae una silueta. "Agárrala Santillana", te jodiste pendeja, ya te agarré de los cabellos. Un llanto finito, como un hilo, y luego el rostro suplicante con los gestos, temblando, con los labios encendidos, casi de rodillas y con un pie desnudo, muñequita, me quiero casar contigo, no me rechaces, piensa en el círculo ¿Piensas? Las sirenas van y vienen, asustan, Liliana dobladita, Santillana con una cara de cojudo. ¿Olvidarás muñequita?, eres tan finita, la piel más suave que he tocado y ahora, como que te quiebras: ya no seré policía.
Carrasco que se lanza sobre otro a media cuadra, y Liliana llorando más, gritando a ratos, eres tan frágil muñeca, no debiste meterte en esto, ¿Me aceptarás, Liliana?, quiero amarte mucho, y ella de rodillas, agarrándome de la piernas, como besando mis botas: tu rostro mojado, tu llanto, y Carrasco y los demás ahora más cerca: ya basta Santillana, no la golpees así, la vas a matar.
Y todo por ti, Liliana, y por ese círculo que nos ha estrangulado.