Wednesday, September 12, 2007

FIN DE SEMANA



FIN DE SEMANA

Para Joseane


Ese fin de semana decidimos salir de la ciudad porque queríamos encontrar un poco de luz solar. Era julio y, en la ciudad, el invierno estaba en su plenitud. La lluvia menuda de cada mañana dejaba jabonosamente sucias las calles y sentíamos que la humedad se metía hasta en el alma. Era cosa de subir al auto y manejar algunas horas cuesta arriba para encontrarnos con algo de calor y con el paisaje de árboles, ríos y caminos solitarios.
No lo planeamos mucho durante los días previos. Desde hacía tiempo que no planeábamos casi nada juntos. La rutina del trabajo y la monotonía de nuestras noches también era como la humedad, y también estaba calando nuestra relación hasta hacerla silenciosamente dolorosa. Habíamos ido al teatro un par de noches antes: una obra que se ambientaba en una granja, con algunos animales que se rebelaban contra sus dueños y con una lección política de la que tampoco hablamos mucho, al menos no como solíamos hacerlo antes. Sólo en el café, en donde nos sentamos para contemplar el mar y beber algo caliente antes de ir a casa, se nos ocurrió la idea de salir el fin de semana. Esa noche, Jacqueline se había soltado cabello y cuando hablamos del viaje, sus ojos recuperaron ese brillo y esa energía imponente con la que la había conocido. Todavía nos dimos tiempo para dar una caminata por el parque de Miraflores. Teníamos las solapas de los abrigos levantadas y nuestras bufandas eran del mismo color. Hablamos del viaje del fin de semana, como cuando éramos novios, diseñando un plan de diversión de poco costo y mucha aventura.
Ya en casa hice algunas llamadas para saber si algunos amigos planeaban hacer lo mismo de manera que formáramos una caravana. Jacqueline se sentó junto a mí para acompañarme mientras se cepillaba el cabello. Lo hacía por muchos minutos hasta que su cabellera quedara adormecida y brillante. Las primeras veces, de los primeros años juntos, solía contemplarla extasiado cuando se peinaba porque ella se quedaba mirando la ventana mientras el cepillo corría muchas veces por su cabellera ondeada. Se veía tan bella. Una que otra vez, me había dejado peinarla mientras escuchábamos algo de música de ópera: a ella le gustaba mucho y a mí, me fue gustando paulatinamente. Esa noche nos dormimos sin hacer el amor, pero contentos porque el viaje ya estaba confirmado y sería en caravana con algunos amigos. Pude dormir sin pensar en ella y, como no me sucedía desde hacía días, dormí profundamente.

La carretera central era una serpentuosa línea de asfalto carcomido que poco a poco se iba alejando de la ciudad. Primero tenía que atravesar por lugares congestionados como Vitarte y Ate cuyas calles lucían saturadas de casas y de edificios a medio construir, todos atiborrados de letreros y anuncios pintados en colores fosforescentes. Y siempre ese vaho negruzco mezcla de humedad con humo de carros y moto taxis. Era como si otro tipo de ciudad estuviera apareciendo paulatinamente. Sólo mucho después comenzaban a aparecer las zonas de sembrío, las primeras vacas, el agónico discurrir del río, los cerros todavía pelados y, de pronto, el brillo solar, el calor, la sensación de estar saliendo de Lima. Jacqueline se había colocado un gorro negro de beisbolista con visera roja y había escondido sus ojos con unos lentes negros. Nos habíamos conocido mucho antes de casarnos y aún después de casados nos seguimos conociendo porque teníamos la inacabable necesidad de conversar de todo y de ponernos en puntos opuestos para divertirnos con nuestros argumentos. Aunque a veces la cosa acababa mal porque uno de los dos se picaba. Creo que lo que fue pasando era que el trabajo, para ambos, había sido algo que tomábamos en serio y con total pasión. Durante la semana era el motivo central de nuestras preocupaciones y de nuestro ensimismamiento. Probablemente esas largas horas separados, esa absorción casi maniática en nuestras metas fue lo que redujo nuestra relación a una armoniosa, pero rutinaria vida.
Cuando llegamos a la estancia que habíamos alquilado, los amigos se sintieron felices porque el lugar era realmente acogedor: el río corría con muy bajo caudal cerca de nosotros y había mucho campo con un césped muy bien cuidado. Había muchos árboles y un largo muro recubierto con enredaderas nos separaba de la solitaria carretera. Algunos animales de granja se desplazaban sin miedo, y las mesas con sus parrilleros estaban a la mano para divertirse por la tarde con el asado de las carnes. Los bungalows eran acogedores y había carpas para pasar la noche. Los niños corrían descontrolados por el lugar y todos parecían felices. Cada uno de los cuatro matrimonios que nos acompañaban ya tenían hijos. El sol, al mediodía, estaba radiante y nuestros amigos corrían detrás de sus niños. Casi siempre parecían estar fatigados, aunque felices de ver sonreír a sus hijos. Entonces vi cómo el rostro hermoso de Jacqueline se iba demudando. Claro que la entendí. Cogí su mano y nos fuimos a caminar los dos solos. Sus manos eran siempre suaves. La primera vez que las pude tener sujetas por mucho tiempo fue cuando hice de quiromántico y le leí las líneas de la vida, del amor y del trabajo. Ella me miraba entre desconfiada y divertida. Lo que yo quería en ese tiempo era tener sus manos entre las mías por un largo rato. En ese entonces me preguntó si las líneas de sus manos podían predecir los niños que iba a tener. Yo le dije que no sabía leer bien esa parte de las líneas, pero que parecía que iban a ser dos. Habían pasado varios años desde aquellas veces de enamoramiento y, cuando ella finalmente se dejó conquistar, ya había cogido muchas veces sus manos; sin embargo, hacía tanto tiempo que no la tenía así, con tanta calma.
El vibrador de mi teléfono se activó repentinamente produciéndome cosquillas en el pantalón. Sentí la misma inquietud que me angustiaba desde hacía días. Casi podía adivinar cuál era el nombre y el número que estaban parpadeando en la pantallita, tenía que ser ella. Por un momento estuve tentado a inventar un motivo para quedarme solo; pero miré a mi esposa y percibí que desde hacía un buen rato había recuperado ese semblante alegre y relajado que hacía tanto no veía. Además, teníamos que partir en cualquier momento hacia las cataratas que nos habían recomendado. Jacqueline había pintado sus labios con ese color rojo oscuro que solía usar cuando la enamoraba. Apagué mi celular sin llegar a verificar el número que llamaba.

San Jerónimo de Surco se llamaba finalmente el pueblito adonde llegamos después de un viaje en auto como de treinta minutos más. Los amigos se habían quedado en la estancia. Lo cierto era que con los niños se les hacía difícil tantear una aventura como la de subir por una cuesta serrana empinada solo para ver una caída de agua. “Ustedes aprovechen que aun no tienen niños” nos había dicho uno de ellos antes de correr detrás de uno de sus hijos que estaba por lanzarse de un árbol. San Jerónimo tenía casitas con techos a dos aguas y paredes terrosas, pequeñas calles empedradas, una placita con banquitas de madera y una pileta que figuraba un ángel que debía arrojar agua desde una trompeta. Sólo que ahora parecía descuidado. Más callecitas minúsculas. A ratos, una banda de músicos tocaba tonadas populares e interrumpía la quietud sabatina del pueblito. Un cielo límpido recibía a los turistas de ese fin de semana.
Las cataratas eran el atractivo de San Jerónimo y para llegar a ellas había que caminar otros treinta minutos por un senderito cuesta arriba. Un caminito que nos fue elevando hasta que alcanzamos a ver el frondoso valle desde arriba: era como una garganta verdosa y gigantesca que crecía entre dos hileras de cerros fértiles. El río era solo un murmullo oculto entre la espesura del valle. Jacqueline estaba feliz y conversaba conmigo con la misma soltura con la que lo hacíamos antes, con esa voz suelta y determinante con la que había armado incluso mi vida, hasta allí totalmente irresuelta. Me comentó que iría inmediatamente al gimnasio si acaso no alcanzaba a llegar hasta las cataratas. Pensé entonces en su cuerpo desnudo y firme, pensé en la tibieza tan apacible con la que me encontraba cada noche desde que nos habíamos casado. Luego pensé en lo que estaba pasando conmigo desde hacía tantos días. Me volví a sentir ansioso. Aquello simplemente había comenzado a suceder paulatinamente hasta que, de pronto, había tomado una forma inevitable y peligrosa. Había comenzado con alguna que otra conversación a la hora de los almuerzos en la oficina, con uno que otro café después de la oficina, con un cine cuando se podía inventar una reunión de trabajo por la noche, y luego una y otra conversación cada vez más íntima, más comprometida, más peligrosa.

Jacqueline caminaba a ratos delante de mí y en otros se iba quedando; se retrasaba más cuando curioseaba entre las piedras buscando lagartijas a las que acosaba con una rama gruesa que se había conseguido. Algunas lagartijas eran pequeñas, apenas visibles entre las piedras y otras, medianamente grandes y repulsivas. También estaba yo, una lagartija mucho más grande, que tocaba el celular buscando el botón de encendido sólo para saber que estaba allí, otra vez activado. Jacqueline me puso la varita en el pecho y luego me hizo un mohín con el que solía burlarse de mi cara de distraído. Luego corrió unos pasos y no alcanzó a ver que las piedras, que estaban más arriba, no tenían un buen apoyo. Resbaló hasta casi caer por la profunda pendiente. Sin Jacqueline la vida volvería a empezar. Todo lo que había sido tendría que cambiar abruptamente. Antes de ella mi vida había sido también buena, pero a partir de ella había adquirido un matiz que no quería perder. Ella logró cogerse hábilmente de la salida de una roca y luego se cogió de mi mano derecha mientras yo la sujetaba de la camiseta con la otra mano. Luego de un momento, ya estaba de pie. Entonces la abracé y ella trató de bromear con el accidente, pero sabía que estaba asustada. Sentí su olor perfumado, pero también su miedo, sus ganas de llorar. Sentí el cutis terso de su rostro, su cuerpo sorprendido pegado a mí. “Por culpa de las lagartijas, amor”, le dije.

Esa noche, ya de vuelta en la estancia, dormimos dentro de una pequeña carpa muy pegados. Primero pasamos un buen rato con los amigos que ya habían alcanzado a dormir a sus hijos y que conversaron de nuestra aventura. Luego charlamos de sus vidas, y después, otra vez del accidente, y al rato, de los recuerdos. La luna estaba llena e iluminaba las tierras de la estancia con una luz limpia y plateada. La sucesión de cerros parecía una hilera de ancianos oscuros durmiendo con la cabeza escondida. Cuando alguien nos preguntó sobre cómo nos habíamos conocido. Narré la historia de una reunión cuando ambos trabajábamos juntos, de que ella había llegado a esa celebración bellísima y mágica y de que allí había comenzado la cosa, al menos para mí. Conté las cosas que hice para conquistarla. Cada uno fue contando la manera como se conocieron. Las argucias para conquistar o para dejarse conquistar. De las llamas de la fogata, salían a ratos crepitaciones que musicalizaban la noche.
Para dormir, Jacqueline se había abrigado como una osita y aun así nos estuvimos abrazando un tanto por el frío y otro tanto porque estábamos contentos. Hablamos mucho de la belleza de las cataratas, del aire puro, de que sería bueno que saliéramos más a menudo. Estuvimos haciendo planes para las siguientes semanas, como antes.
Después me quedé en silencio por unos minutos. A ratos, el aire agitaba la lona de la carpa. Recordé el celular que se había quedado en apagado en el bolsillo de la casaca. El perfume de mi esposa aun era nítido a pesar de las horas que habían transcurrido; a pesar de tanto tiempo, sabía que ese era su olor. El lunes, definitivamente, cambiarían muchas cosas, entre ellas el número de celular. Luego miré Jacqueline y sentí que todas las cosas estaban otra vez en su lugar y que eso era muy bueno. Pensé en lo feliz que seríamos si tuviésemos un hijo.
- Te amo – le dije
Ella me sonrió
- Yo también.

Tuesday, January 09, 2007

MONOLOGO




MONÓLOGO DE UN ILUSO


Te iba a dar un beso, gatita, y entonces tú alejaste tu carita de niña. Había transcurrido mucho tiempo de cortejo y tú, todavía, Gatita, negándote a una caricia. ¿Así fue? O se me siguen confundiendo las cosas tuyas con todas las otras imágenes que ahora se me agolpan infatigables y que confunden el norte y el sur de mis recuerdos. En todo caso sí recuerdo tu larga y ondulada cabellera haciéndole cosquillas a mi rostro; también el reflejo de tu piel cuando la noche se iluminaba con las luces envejecidas de siempre; también recuerdo eso. Recuerdo también la sensación de tu primer beso. Pero en verdad que las fechas en las que viví cada uno de esos momentos contigo, como que ahora se me enredan en las trampas de la memoria. Por ratos, me preocupa más este dolor que aumenta paulatinamente dentro de mí: hincándome, atormentándome, aun cuando no podría definir en qué parte exacta de mi cuerpo. Por momentos, parecen más la memoria de otros dolores y nada más. Sin embargo, cuando ya estoy casi seguro de entenderlo y de aceptarlo todo, el dolor se agazapa otra vez, muy adentro, en alguna parte secreta, preparándose para reaparecer. Ay Gatita, a ratos quisiera saber si es de día o de noche a mi alrededor, un poco para controlar aunque sea este tiempo gelatinoso que me ha tocado. Pero no tengo ganas de abrir los ojos, o tal vez ya no puedo hacerlo; en todo caso, como que ya no me importa tanto. Todo es tan flojo por momentos.
Javier fue el mejor amigo que tuve, Gatita, ¿Te lo conté alguna vez? Seguro que sí. En cambio ¿Cuántas cosas no alcancé a contarte? Javier fue como un hermano y se tuvo que morir de esa manera tan insensata. Su rostro tumefacto, lo recuerdo; los restos de sangre reseca camuflando lo que antes había un rostro bello, lo recuerdo también; las piltrafas de su ropa disminuyendo su cuerpo. Javier, mi amigo. Estabas tan abandonado, tan solo y desamparado sobre aquel piso envejecido y frío del hospital; sin embargo, no podía sacarte de allí porque la policía no quería soltarte aún. A pesar de haberte matado, todavía querían retenerte un poco más. Javier ¿Valió la pena? Nunca te lo confesé, pero me cagaba de miedo ser tu amigo porque eras un loco terruquito conspirando contra el sistema y mira lo que obtuviste; tu premio, carajo: una fosa rústica al pie de una roca muy grande, en el cerro más pobre de la ciudad y apenas una cruz de madera que plantamos muchos días después los pocos amigos que se atrevieron a ir. Javier, he visto que la luz rojiza del crepúsculo le cae de lleno a tu sepultura cuando el cielo está despejado. Desde tu sitio, sabes, se puede ver una panorámica inmensa de Lima. Te vuelvo a preguntar: ¿Valió la pena? Javier, a mi manera, yo me he preguntado tantas veces lo mismo sobre mi vida... Ay, este dolor, amigo, que ha regresado y a pesar de que por momentos es intenso e insufrible, al menos me hace sentir vivo; lo suficiente como para seguir buscando más imágenes de ese tiempo en donde ya se delataba mi condición de errabundo. A veces siento que mi cuerpo quiere agitarse y creo que no sólo es por el miedo natural al dolor, sino a todo lo desconocido que empieza a presentir; sin embargo – así es desde hace tanto - todo pasa lentamente y, otra vez, me quedo con mucho espacio para recordar.
Sabes, amigo, sigo pensando que ese tiempo fue el mejor, aunque ya no sé si ahora eso tiene importancia. Recuerdo un racimo de botellas sobre la mesa, el humo azulado que distorsionaba a los fantasmas de cada noche, las horas bohemias que fuimos amontonando día tras día. Javier, veo las mismas cantinas, vuelvo a escuchar las conversaciones políticas y vuelvo a exclamar lo mismo: salud, Javier, salud por tu poseía que desde siempre – te lo confieso ahora – me importaba un carajo porque no la entendía: convéncete que salvo el presente todo es ilusión. Puta madre, Javier, deja tus ideales políticos en la puerta y chupemos hasta el final. Querido amigo, más bien, busquemos mujeres, en lugar de indagar por las causas que han llevado a este país a su miseria constante. Esas son huevadas, Javier, abstractas y cojudas, y, sin embargo, eso era lo que te apasionaba: buscar la verdad ¿Qué buscaba, yo?, Javier. Que triste, acabo de sentir mi lengua y mejor no la hubiera sentido porque me ha parecido un trapo húmedo que no puedo manejar. Gatita, sé que hay gente cerca de mí, demasiado cerca, murmurando cosas sobre mí destino; hay otros que están curioseando entre las cosas de mi habitación. Quisiera pedirles que me ayuden a despertar porque seguro que están mirándome con pena y eso todavía me rebela; pero me da tanta pereza intentarlo.
Papá me había alzado muy alto para que pudiera ver el desfile militar: primero muchas cabezas grasosas y luego aparecieron todos los uniformes del mundo destellando muchos colores marciales, avanzando en orden; de pronto, todo se desmoronó y se hizo oscuro porque mi papá se había caído y alguien lo insultaba porque estaba borracho. Un uniformado lo agarró por el cinturón y se lo fue llevando como una marioneta descosida y yo no lloraba sino que los seguía en silencio aunque muy asustado: ¡Borracho de mierda! Siempre creí que alguien se lo había gritado muy cerca de mí. Ahora casi estoy seguro de que fui yo quien lo masculló: siempre te voy a odiar, papá. Tu mano grandota e hinchada, tu olor fermentado, tus bigotes pequeñitos tirados a lo Pedro Infante: una imagen que sólo imagino en blanco y negro; más o menos como te recuerdo a ti: un individuo anodino que sólo vivías para marchar temprano al trabajo, beber con los amigos por las tardes y llevarme al cine algunos sábados o al parque para patear contigo una pelota de plástico. Te gustaban las películas en donde cantaban rancheras y a mí me tenías podrido con las letras de esas canciones. La tardes no era tan malas cuando íbamos a ver películas sobre la segunda guerra mundial o de luchas con Bruce Lee. Papá, jamás pudimos hablar de nosotros y, sin embargo, fuiste un padre promedio ¿Entonces porque tanto odio? ¿Nací así? ¿Tan inclinado al rencor? Papá, me duele, me duele mucho y quisiera ser muy chico para buscarte en tu cama grandota de esposo abandonado y decirte que ahora me duele bastante y que tengo miedo, como cuando me quedaba solo en el cuarto durante horas esperando que llegaras de la cantina y te pusieras a llorar junto a la mesa con una ultima botella de licor. Te odiaba, papá, pero al menos tu presencia olorosa de alcohol me llenaba las primeras noches sin mamá. Ahora, ayúdame otra vez, por favor y sácame de aquí, no solo de esta soledad que me abruma, sino de este frío que me está congelando, en verdad y literalmente el cuerpo, principalmente me está congelando los dedos de los pies, luego las piernas: como si fueran de hielo y, Gatita, ese frío está trepando lentamente por mi sexo que, en verdad, tampoco siento. Por ratos, no siento nada de mi cuerpo; pero tengo la reminiscencia de que mi miembro está allí: ahora inútil, en total orfandad, convertido en un pequeñito garfio intrascendente y básicamente sin ti. Gatita ¿Qué pasó? ¿Por qué lo hiciste? Es decir, yo sé que una mujer obra de esa manera sólo cuando ya se han roto las cadenas de los sentimientos y eso tiene que haberte tomado mucho tiempo ¿Cuando fue? ¿Importa, en verdad?

Ay, gatita, ahora siento que hay más gente en la habitación y hasta en la puerta. Algunos me auscultan con pericia de médico, tan pegados a mi rostro que creo sentirles su aliento a cebollas y cigarrillo, y todo esto me produce mucho asco. Gatita, siento que me están invadiendo y que a lo mejor están cogiendo mis libros y las cartas que me escribiste y las cartas que nunca alcancé a enviarte. Quiero decirles que se vayan todos al carajo. Váyanse ¿Lo he dicho? Lo dudo. Sé que mi cuerpo ya no me hace caso, que se canso de mí y, definitivamente, de mi maltrato.
Gatita, quiero confesarte – ahora que todavía creo manejar algunos espacios de mi conciencia – que no fueron auténticas todas las palabras que decía sobre el amor que sentía, eran las cosas obligadas que tenía que inventar para satisfacer el corazón de una mujer como tú a quien, sin embargo, necesitaba tanto. Una caminata bajo la lluvia, siempre tomados de la mano y luego un beso y unas palabras de amor en el oído. Gatita, había que inventar emociones y adornarlas con frases. ¡Siempre tan complicado todo! Y seguramente tus instintos ya se habían dado cuenta y, quizás, esa fue la razón por la que rompiste tus principios de buena mujer y te marchaste, a lo mejor. Un ramo de flores por la fecha en que nos conocimos y una lágrima tuya porque siempre había una señal en mí que delataba ausencia. ¡Qué más querías! Un poema de Neruda transcrito en papel transparente. La frustración de un corazón como el tuyo. Claro que te amo. Entonces, las largas horas en donde me obligabas a explorar nuestros sentimientos. Luego tu pena que iba creciendo lentamente. No obstante, tienes que saber que tu existencia me era indispensable para vivir. Contigo podía escapar de todo lo demás: cerrar los ojos, taponar los oídos y vivir exclusivamente en el mundo de nuestra cama y en el contexto de tu olor. Ay, Gatita, todavía siento dolor, aunque reconozco que ya es un dolor un tanto más lejano que navega como recuerdo leve en mi memoria. Pero quisiera que seas tú la que me tomara de la mano a esta hora y hasta quisiera sentir – si todavía se pudiera – la tibieza de tus lágrimas cayendo sobre mí para redimirme de esta pena que me sigue acompañando.
Han abierto las ventanas y algunas personas deben haber salido al corredor porque se siente algo de brisa. Es muy raro sentir que se congelan las piernas y, sin embargo, estar acalorado. O sea que hasta aquí me persiguen las contradicciones, ¿Eso me dirías ahora, Javier? Que yo vivía complicado entre esas ambivalencias que – según tú – me convertían en un lastre incluso para mí mismo. Javier, tal vez a ti te fue mejor porque la muerte te llegó tan heroicamente como alguna vez me la habías descrito. ¡Mierda!, Javier. No te lo creeré nunca, porque las cosas en el país no se movieron un pelo después de ti. Las vueltas de siempre y la sensación de no ir a ninguna parte ¡Mierda, Javier! Tú tenías más obligación de vivir porque te gustaba la vida: respirar, dormir, despertar y sentirte mejor con las cosas en las que creías. Yo no pude creerlas, no quise creerlas, no me importaba creerlas. ¿Sabes que la Gata se enamoró de ti? ¿Nunca te diste cuenta, en verdad? Tenía que suceder, claro: eras tan embriagador con tus palabras, tan apasionado con tus ideas revolucionarias, tan transparente con tus gustos literarios, tan llamativo con tu barba tipo Che Guevara. A veces me pregunto si al final de tanto andar, habría sido mejor que tú me la hubieses arrebatado y, quizás, con los años, hubieras mandado al carajo parte de tus ideales políticos. Seguro que ahora seríamos enemigos y yo viviría alimentando disciplinadamente un intenso rencor. Tú ahora serías una especie de intelectual progresista un tanto más común y tendrías que trabajar para mantener a tu familia, y yo, me burlaría de tu mediocridad. Pero, carajo, estarías vivo, Javier, y disfrutarías del sabor quemante de un trago y tendrías acidez por las mañanas y le harías el amor a la Gata y yo no me hubiera quedado tan huérfano de emociones. Caray, Javier, no quiero dejar de pensar porque – la verdad – tengo miedo, mucho miedo. A ratos, me siento tan fatigado que quisiera abandonarme, pero me aferro, con la desesperación de un moribundo, a estas últimas hilachas de pensamientos e imágenes. Ahora siento que hay una mujer que no reconozco que gimotea en alguna esquina del cuarto y que otros la están consolando
Una tarde me llegó la noticia de que mi papá había muerto y se necesitaba de alguien que se hiciera presente para los trámites. Cuando me enseñaron su cuerpo, me quedé un buen rato mirando su rostro ceroso y sin vida, enmarcado en el fondo gris de la camilla. Vi los trazos que la muerte había dibujado imperturbablemente en su piel. Hacia años que no lo veía y hacia meses que él ya no me escribía ninguna nota de reconvención. Papá, muchas veces quise reconciliarme contigo, pero había ese algo en mí que siempre me alejaba de lo correcto y que me envolvía en el vaho del abatimiento y la Gata también se cansó de esperar mi madurez y, entonces, sólo encontré la clásica nota sobre la mesa. Me abandonó a finales del verano y no quiso dejarme ninguna cosa que me hiciera recordarla. Tuvo la paciencia de llevarse todo lo que era de ella y dejarme todo lo poco que era mío. Mucho tiempo después, aún seguí buscando entre los cajones, anaqueles y hasta en los peines olvidados en algún saco, al menos la hebra de un cabello suyo para llorar junto ese símbolo, pero la Gata creyó que eso sería alimentar un poco más mi compulsiva autodestrucción.
¿Qué hiciste con mamá, padre? ¿Por qué nos abandonó tan abruptamente como quien huye desesperadamente de una prisión? Una tarde abrimos la puerta y tú supiste que ella ya no estaba. Sin embargo, mamá dejó demasiadas cosas para recordarla; pero tú, Gatita, hasta en ese último gesto fuiste tan duramente objetiva para conmigo. Tal vez si Javier hubiera estado vivo en aquel tiempo me hubiera ayudado a buscarte, porque, después de todo, él era un romántico a su manera. Javier nunca hubiera disparado contra nadie porque amaba la vida. Carajo, no tenían por qué hacerle eso. Javier era tan sólo un iluso que buscaba un mundo mejor y no encontró otra manera mejor que pintar paredes y gritar sus esperanzas a quien quisiera escucharlo. Sin embargo todo ya estaba tan de cabeza en el mundo y la muerte era una mano que nos tocaba en cualquier esquina. Puta madre, Javier. Te arrastraron desde la universidad y te mataron simplemente. Lo siento, sigo pensando que todo fue en vano y que fuiste un idealista huevón que me hace tanta falta ahora.
¿Cómo fueron los días sin ti, mamá? Duros. Con amaneceres húmedos y con una opresión constante en el alma que me anulaba la posibilidad de disfrutar plenamente de los buenos momentos. Te extrañé por mucho tiempo, aun cuando los rasgos de tu imagen ya se me habían borrado y sólo me quedaban tus fotografías tan inevitablemente ajenas. Pero uno se acostumbra ¿Cierto, Javier? A las bombas, a las balas, a las muertes estúpidas, y luego, otra vez, a las ilusiones de un mundo nuevo, pero sin ti, Gata. ¿Fue tan fácil abandonarme? ¿Algo así como anular el conducto de los sentimientos? Y luego escapar de un hombre que se estaba cayendo lenta, pero irremediablemente hacia un abismo muy oscuro. En verdad, ya no importa mucho saberlo. Después de tanto tiempo, voy dándome cuenta que, ahora, no me importan las respuestas, sino tan sólo recordar - apresuradamente – todas las imágenes que pueda capturar antes de olvidarlas para siempre.

Ya no siento dolor. Es como si por fin se hubiera detenido ajetreo en mi alma. Entiendo que es un doctor el que me ha puesto su estetoscopio en varias partes de mi cuerpo y que ahora está moviendo la cabeza para confirmar que ya nada puede hacer. Varias personas que no recuerdo lloran, y creo que alguien maldice desde la puerta. De verdad que ya no siento nada y por fin una sensación de apacibilidad va invadiendo los resquicios activos de mi mente. Siempre pensé que la muerte era algo definitivo que se llevaba la conciencia total, pero resulta que para mí es como lento desvanecimiento de la vida.
Por fin todo va dejando de ser angustioso y, lo que me parece raro, es no haber soltado ese ultimo suspiro en donde dicen que se va la vida. Alguien pide que me cierren bien los ojos y otro exclama que deberían llamar a un sacerdote. <>. Sólo entonces comprendo – antes de rendirme por completo- que ya había empezado a morir desde hacía tanto tiempo.