Tuesday, October 31, 2006

UNA RAYA MÁS AL TIGRE



Tráfico de mierda, exclamó Javier Zanabria: Isabel, mi amor, no te vayas a ir, yo voy a llegar, por favor, no te muevas, espérame. Que jodido está todo. Las luces del semáforo han terminado por confundirse en el vaho rojizo del crepúsculo, y la congestión del tráfico ya es definitiva, Isabel, cariño, ahora ya será en vano que los automóviles, los ómnibus y los policías armen el gran laberinto con sus bocinas, sus silbatos y sus señales: se jodió, me jodí, no voy a llegar a tiempo. La muchedumbre se alborota, se desborda en las esquinas, maldice, invade las pistas, se tropieza: Isabel, perdón por llegar tarde, el tránsito difícil, mi amor, eso diré, el gerente maldito, corazón, y tu academia tan lejos. Isabel, tú vas a comprender.

¿Pero qué se habrá creído el teniente? - gruñó para sí el cabo Juvenal Montero - ¿Qué puede gritar porque el rango? Ni hablar, carajo: y usted no se estaciona aquí, así es que mueva su carro antes de que lo multe, lo detenga y lo joda como me está jodiendo a mí el destino por la mala suerte de ser tan sólo un guardia. Está deprimido el cabo Juvenal Montero. Se repasa la mano por la frente grasosa, mira con odio al hombrecillo que, desde la ventanilla de su autito de mierda, me mira con angustia, puta madre, qué cara, pero igual que se vaya, porque yo ya tengo bastante con los problemas que me da la vida sólo por no haber tenido el dinero suficiente para cambiar de suerte ¿Verdad teniente? Y claro, cómo guapea usted cuando está de malas, sin importarle la edad ni la suerte del que se le ponga delante, y por supuesto que si yo hubiera tenido dinero tampoco sería guardia, tal vez ya sería Mayor, su Mayor, Teniente, y la vida sería otra cosa, y usted sería sólo un mocoso con uniforme: Teniente cabrón. Y a usted ya le dije que mueva su carro.
Definitivamente hoy es un mal día, mala suerte con la vida, con el rango y hasta con el tránsito.

Está de malas el guardia, dedujo entonces Carlitos Bejarano: un taxista que ha recorrido una y mil veces todas las calles de esta ciudad difícil, y claro, con ello sólo he ganado recuerdos para la cantina, porque dinero, sólo para vivir, jefe, no sea malo, deje que me estacione porque tengo un cliente que se me puede escapar y usted sabe, cada billete siempre será bueno para sobrevivir. Mujer, sólo se gana para sobrevivir y esperar que los hijos crezcan y tengan mejor suerte. Jefe, no se pague conmigo porque la vida es igual de fregada para usted y para mí y seguramente para el tipo aquel que se desespera por subir a cualquier transporte que lo saque de esta locura: cómo si fuera fácil, jefe, por favor, por esta vez.

La noche se va definiendo en una bruma inexorable, y en el horizonte, el débil trazo rojizo de la tarde es una aleteo que se diluye más allá de la geometría grisácea de los edificios: Isabel, bonita - recuerda Zanabria - ¿En verdad me quieres? - suspira Zanabria - necesito oírlo una y otra vez, como si fuera un viejo bolero que sólo se escucha cuando se está enamorado o borracho, y el ómnibus que no viene, amor, y la hora que no se detiene. Tonto enamorado Zanabria: desesperado, celoso, agobiado, loco Zanabria.
Los vehículos, como capturados en la urdimembre de una sórdida telaraña, aceleran intentando escapar, y rugen, y se quejan con bocinazos inútiles, porque el tránsito ya se jodió, carajo, maldice el cabo Montero, y otra vez, carajo; pero esta vez por este pendejo que no quiere mover su cagada de carro y que suplica, que no entiende, que no se da cuenta de que estoy con rabia, que lo voy a joder sólo por espeso, por llorón.
Por favor, jefe - ruega Carlitos Bejarano - usted comprenda, jefe, la vida está difícil, y complicada; deje que me estacione sólo un rato, jefe, y sí, es cierto, yo suplico, yo ruego, yo me humillo, mi cabo, porque, poco a poco, uno se acostumbra; Vamos, jefe, si todo está complicado, si la vida es complicada y jodida como este auto que se me desarma en cada esquina, pero usted entiende, mi cabo, igual hay que trabajar, para un frejolito y luego para otro, y no alcanza, nunca alcanza, siempre la sensación de que se está dando vueltas en la misma mierda, jefe, sin papeleta por favor.

Dos hombres recorren pausadamente la avenida grande. Caminan indiferentes a la desesperación de los transeúntes que, a esa hora, ya han desbordado las veredas. Uno es delgado y más alto que el otro, pero en ambos hay un gesto de ocultación que los separa de la corriente humana que, para entonces, avanza entre tropezones e insultos.
El más bajo tiene el cabello lacio y descuidado. El paso desordenado y sonríe a ratos, como si estuviera nervioso; luego, como arrepentido, su rostro cetrino recupera el gesto anterior: insociable, frío e impasible.
El más alto, en cambio, mantiene un aire como de solemnidad en cada gesto: el cabello corto, el rostro ceroso, la mirada inquieta detrás de unos lentes de cristales muy gruesos. Carga una mochila vieja con extremo cuidado, como si la protegiera de todo y de todos.

¡Carajo con el tránsito! El cabo Montero está sudando. Justo cuando me toca turno se arma esta cojudez, carajo con mi suerte sin fortuna, y ahora seguro que el Teniente se desquita conmigo. Y los silbatos que me joden y el chillido de las bocinas que ahora se extienden hasta el infinito. Como que todo crece y luego se debilita, y se esparce y se reagrupa.

El hombre de la mochila a ratos mueve los labios como si repasara algún código secreto que no quisiera olvidar, y en los gruesos vidrios de sus anteojos comienzan a rebotar, como llamitas minúsculas, las primeras luces mortecinas de los faroles. Están cansados, nerviosos, tensos. Ambos parecen ejecutar la rutina de un ejercicio previamente memorizado.
El más bajo mira de tanto a en tanto a su compañero como esperando alguna orden intempestiva. El gentío, mientras tanto, va y viene como un oleaje incontrolable y sordo.

Isabel, estoy celoso, tu academia me vuelve loco, tu profesor es un imbécil y también me vuelve loco, lo odio: te llena la cabeza de cojudeces, te aleja de mí. Amor, espérame, no tendríamos que estar pasando por esta agonía si te quedaras conmigo para siempre, y te olvidaras de tu academia y de las huevadas que proclama ese tu profesor de mierda, porque yo soy mejor que ese miope idiotón, sabes, porque para vivir hay estar en la vida y no escondido entre los sueños, así pienso yo, amor, espérame, por favor, te amo. Hay un olor de fritangas que se extiende por todas partes y es denso, pegajoso, fundido con el humo negruzco y picante de los motores, y las luces de los autos y de los faroles como que van ganando nitidez en la proximidad de la noche definitiva, amor, perdóname.

Apagón, carajo, Isabel no te asustes, quédate allí, espérame. La noche se fractura, se transforma en una cueva en donde vuelan miles de ojos brillantes. La gente se asusta, maldice, se alborota ¿Cómo es esto, Isabel? Yo no entiendo eso de no tener visión de la vida, y de cuándo acá me sales con esas pendejadas, Isabel, mi amor, perdóname, insisto, tu profesor me tiene cojudo.

Y en verdad yo no entiendo por qué me tiene que pasar esto a mí ¿Por qué cuando estoy en servicio? ¿Y si me toca? ¿Y si acaso me llegó la hora? ¿Y si ahora mismo bajan de un auto con las metracas dispuestas? Y me queman, me matan, me dejan muriendo, mierda, Teniente, usted también se muñequea, no lo niegue, que lo estoy viendo desde esta esquina, asustado. Teniente, la muerte nos apareja: en esta vida la muerte es una mano que señala por igual a todos, qué vaina.
Llegar a casa, Dios mío, llegar aprisa, despejen la pista carajo, si se me cruzan ellos les paso el carro ¿Y si disparan, y pierdo el control y el auto se estrella? Y luego mis hijos lo leen en el diario, y mientras lloran ya están pensando cómo harán para sobrevivir: jodido, mujer, siempre jodido, viviendo de prestado, con el corazón sujeto en la punta de un hilo muy débil, un día no hay plata, un día me roban el carro, un día una explosión me arranca las pesadillas, igual, mujer, la cosa es igual, un círculo un poco más grande, un poco más chico, pero igual.

Hay un nudo de sombras y de luces que se encabrita en la intersección de la Colmena con Tacna. Las bocinas se gritan y los silbatos casi desaparecen apabullados por el desorden. Las luces de las tiendas son entonces mortecinas, débiles, moribundas en el triángulo de sus velas.

El hombre más bajo se ha puesto tenso y mira a todos lados con ojos temerosos, mientras el de los anteojos gruesos descuelga la mochila cuidadosamente hasta depositarla en el suelo. Se reacomoda los lentes. Los peatones ascienden y descienden torpes, golpeándose entre ellos. El cielo es una bóveda oscura en donde un fragmento de luna se ensucia con nubarrones grisáceos.
La mochila ya está abierta y, del interior, una espiral de humo emerge amenazante. El hombre más bajo mira asustado y luego busca la mirada del otro como pidiendo ayuda. Entonces un transeúnte, que se ha salido de la correntada de caminantes, vocifera desesperado, carajo, una bomba, terroristas, corran, puta madre, te dije que cubrieras, te dije que no pensaras en otra cosa, huevón, que si pensabas en algo distinto te quebrabas, te jodías, te morías. El río es ahora más caudaloso y ondulante. Una mujer ha gritado y el policía: me llegó, Dios mío, cartuchera de mierda, ábrete, Teniente - con la voz quebrada – terrucos. Y Bejarano, te dije mujer, tarde o temprano siempre va a llegar el día en donde se acaben las carreras y las ruedas de este carro se planten para siempre.

El más bajo ha sacado una pistola de la pretina. Los transeúntes corren y algunos abandonan sus autos. Tu profesor es una mierda con lentes amor, no le hagas caso corazón, tanta palabrería sólo para acostarse contigo, mi cielo. No me juzgues tan duramente, simplemente te quiero y no entiendo ni quiero entender que la vida tenga otras demandas o si a este país se lo está llevando el carajo, no me importa, ni a ti tampoco te debería importar, Isabel.

El hombre que cargaba la mochila también empuña una pistola y ha disparado contra un policía que alcanzó a esconderse detrás de una pared desconchada. El más bajo ha gritado un quejido antes de caer, bien mi teniente, pero escóndase, no sea huevón. El humo en la mochila es intenso, Teniente, carajo, no se haga el pendejo, escóndase. Tantas vueltas y tantas angustias para llegar a esta avenida sin retorno. Cómo explicarlo, cómo saber que no la estamos cagando como siempre, como todos. Cómo verle la cara a la muerte sin sentirse cojudamente sorprendido.
El estruendo de la explosión fue repentino, tajante. Una sucesión de gritos se acumuló detrás de la humareda. Un quejido múltiple de vidrios se extendió incontenible: ¿Entiendes, Isabel? Y tenía tanto que decirte hoy.

Friday, October 13, 2006

CUENTO



TIEMPOS DIFÍCILES


La luz del amanecer aún era débil y el alumbrado amarillento de los faroles todavía determinaba con nitidez las líneas de las calles. Una fría neblina vagabundeaba por la ciudad. Todo parecía extrañamente quieto. Javier Santa Cruz caminaba a esa hora por la avenida Alfonso Ugarte y aún sentía un poco de sueño: los párpados pesados y una sensación de lasitud en el cuerpo.
Tenía que estar entre los primeros de la cola. El reparto comenzaba como a las siete y, si todo iba bien, podría dejar la bolsa con los comestibles en la casa, quemarse la boca con el café – por fin con mucha azúcar - y quizás llegar puntual al taller. Entonces ya no tendría que escuchar los regaños de don Andrés. Claro, si todo iba bien esa mañana – pensó – porque desde que tenía memoria muy pocas cosas salían bien en su vida y también en la vida de casi todos los que conocía.
Cruzó por fin la avenida Alfonso Ugarte a la altura del colegio Guadalupe. Observó – sin perder el paso – esa parte de la ciudad y suspiró. Todo se veía tan apacible y silencioso a esa hora. Sólo algunas luces languideciendo en las ventanas adormiladas de los edificios. En un par de horas, sin embargo, la ciudad volvería a la agitación de siempre: habría bocinazos de ómnibus, empujones de gente apresurada, gritos de vendedores ambulantes. Pensar que Cecilia iba a caminar más tarde por esa misma ruta para intentar comprar otra bolsa de víveres. Javier Santa Cruz supuso que iba a ser muy difícil que ella consiga otra ración porque ya había visto la extensión de las colas que se hacían los viernes de quincena. Siempre pasaba que antes de media mañana se agotaban las raciones. Luego la ansiedad de la gente se iría materializando en empujones y maldiciones. Pero más difícil era convencer a Cecilia cuando se ponía en plan de terca. En todo caso, cómo no entender la obsesión de su mujer por juntar, acumular, asegurar la mayor cantidad de víveres, si los rumores de una escasez mayor corrían por todas las bocas durante el día. Cecilia era una madre normal que últimamente hacía cosas anormales como casi todos los demás. Claro, la crisis.
Cuando estuvo cerca de la gran puerta metálica, sintió un hincón de rabia porque ya había por lo menos treinta siluetas semidormidas formando la hilera. Iba a ser un día difícil. Aun a pesar de la bruma del amanecer, ya se podía leer el cartelón en la parte superior del almacén: Mercados del Pueblo. Tocó su bolsillo para confirmar que tenía el fajo de billetes y apresuró el paso para ser el siguiente en la cola. Y pensar que unos meses antes, cuando no sospechaba que su vida iba a tomar un nuevo rumbo, imágenes como ésta le habían parecido tan patéticas. Gente que corría de tienda en tienda tratando de comprar medio kilo de azúcar por aquí y otro medio kilo por allá a cambio de llevar cosas, de pronto tan innecesarias, como jaboneras o aerosoles. No obstante, ahora, él era parte del contingente de personas que amanecía con el sabor amargo de la preocupación por la escasez, la devaluación y la violencia política. Miró su reloj y aceptó con resignación que iba estar un buen rato en la cola. Se levantó el cuello de la casaca y suspiró. Pensó en Guillermito. Seguro que ya se había despertado y probablemente Cecilia le cantaba una canción de cuna mientras le preparaba su papilla.

Cecilia había dejado la universidad cuando supo que estaba embarazada de Guillermito. Es decir, no fue por el embarazo exactamente, sino porque la posibilidad de que los dos siguieran estudiando había sido descartada después de muchas conversaciones agotadoras y tristes. A Javier Santa Cruz le faltaba sólo unos cuantos cursos y con su bachillerato en la mano le iba a ser más fácil encontrar una plaza de profesor. En cambio, para Cecilia la situación se hacía más complicada porque recién estaba por la mitad de la carrera. En esos días, Javier Santa Cruz todavía estaba seguro de ganarle la partida a la adversidad. Con un poco de paciencia, disciplina e inteligencia – le había dicho a Cecilia – iban a superar aquellos malos momentos. ¿Quién iba suponer que las cosas del país se iban a complicar tanto? Que el dictado de gramática en el C.E.O de la señora Narváez se iba a terminar cuando los terroristas dinamitaron por segunda vez el Banco del primer piso. Mala suerte. Entonces la señora Narváez le puso candado definitivo a uno de los ingresos más importantes de Javier Santa Cruz y se marchó del país como otros tantos.
Poco tiempo después se malogró el Escarabajo y no hubo cuándo juntar la plata para la reparación. Entonces también se acabaron las largas noches de taxis. Tuvieron que hacer ajustes en el presupuesto y mudarse a una pieza más pequeña con baño compartido. Por lo menos, don Andrés, el dueño de la mecánica, no puso mucho problema y lo aceptó como ayudante con tiempo para ir a la universidad, cuando había clases, claro, y cada vez eran menos esos días, por lo de la violencia. De paso, Javier Santa Cruz cada vez tenía menos ganas de seguir estudiando. Sentía que estaba cayendo lenta e inevitablemente y que, mientras caía, sus ilusiones rebotaban entre frustración y frustración. Pese a ello, en todo ese tiempo de descalabro, Cecilia se había comportado a la altura de las circunstancias. Había hecho milagros con lo que él traía más lo que ella conseguía en sus ventas de cosméticos a domicilio. Cuando nació Guillermito, Cecilia hizo que los tres se tomaran una foto en la misma maternidad pública y le pidió a Javier que tuviera siempre una copia en la billetera. Fue quizás el único momento en que usó un tono determinante. Por lo demás, su mujer parecía siempre dispuesta a comprenderlo todo, aunque había noches en las que Javier Santa Cruz la había atrapado despierta y con la mirada perdida en la luz de la luna que entraba por la ventana.

¿En qué momento había llegado tanta gente? Javier Santa Cruz se sorprendió cuando se dio cuenta de que la hilera semidormida de la madrugada ahora era una sucesión casi incontable de individuos apretujados y malhumorados que daba varias curvas y que se perdía en una de las esquinas. Se había distraído en sus pensamientos y no supo cuándo se había creado ese desorden que amenazaba con un saqueo. Había muchos policías tratando de controlar a la gente y se oían gritos y maldiciones contra los individuos que creaban el laberinto; aunque, básicamente, las maldiciones eran contra todo lo que sea el gobierno; es decir: los policías, los administradores del almacén, los ministros y el Presidente. En una esquina, dos tanquetas militares, silenciosas y amenazantes, parecían camuflarse en el color grisáceo de un edificio. Los males nunca vienen solos, sino de a dos y hasta de a tres, pensó Javier Santa Cruz. Vio que uno de los uniformados, encaramado en la torreta de una de las máquinas militares, acercaba las manos hasta el rostro para calentarlas con su aliento.
Cuando las puertas del almacén se abrieron y varios empleados de camisa y corbata aparecieron con sus sellos, la gente se alborotó. La larga hilera de concurrentes se agitó como una serpiente y pareció partirse en algunos tramos; sin embargo se mantuvo unida. Tres sudorosos policías intentaban, con la ayuda de sus varas, ordenar las cosas en la puerta, mientras los empleados iban sellando el brazo de los que iban ingresando. Javier Santa Cruz observó los gestos de incomodidad con la que algunos recibían el sello. Sintió la misma molestia cuando recibió el suyo. Recordó la imagen televisiva del funcionario del gobierno que explicaba la necesidad de controles para evitar el acaparamiento y recordó también las imprecaciones de Cecilia porque, a pesar de tantos sellos y tiques, los víveres igual aparecían en cualquier tienda a precios exorbitantes y muchos estaban haciendo un dineral con la necesidad de otros. Cecilia, y muchos como ella, tenían razón con lo que decían. Todo parecía irse a pique sin que nadie tuviera algún control.

A veces, Javier Santa Cruz suponía que Cecilia sentía algo de culpa por haberlo orillado a esa decisión con el embarazo y que, por eso, soportaba resignadamente el tipo de vida que estaban llevando. No habían tocado el tema en las conversaciones que tenían algunas noches. Él suponía que siempre era mejor evadir algunos puntos que podían desembocar en un sinceramiento peligroso. Su relación se mantenía en un punto medio del cual, al menos Javier Santa Cruz, no quería salir.
Se habían enamorado cuando ella estaba en el segundo año de la carrera y Javier en el quinto y último año. Claro que debía algunos cursos de ciclos anteriores, pero era la rutina estudiantil de casi todos. Hubo algunas miradas mal disimuladas entre ambos, ciertas sonrisas en los patios de la universidad, hasta que finalmente algún amigo los presentó. Después, todo fue llegando de manera natural: buenos compañeros en algunas clases, amenos conversadores en largas charlas, luego amigos inseparables, caminantes incansables del centro de Lima en busca de libros de segunda o de los últimos cines que quedaban en el Jirón de la Unión. Se hicieron enamorados a fines de ese año y ambos parecían haber encontrado su complemento ideal.
Cecilia supo entonces que Javier Santa Cruz vivía en una pensión del Rímac, una vieja casona que a ella le pareció tétrica porque tenía los techos muy altos y las maderas se quejaban cada vez que alguien caminaba con demasiada prisa. También se enteró de que Javier Santa Cruz no tenía hermanos, que había perdido a su madre cuando era muy chico, que nunca conoció a su padre, que había vivido su adolescencia con unos tíos que luego tuvieron que marcharse a Huancayo. Nada especial en mi vida, hasta ahora, Cecilia: lo de siempre.
Javier Santa Cruz le contó que tenía la ilusión, a largo plazo, de tener un colegio privado y vivir de esas rentas sin mayores contratiempos.
Cecilia, si había conocido a su padre, aunque lo había visto muy poco. Había fallecido hacía cinco años. Lo quiso mucho. Ahora vivía con su madre y sus dos hermanos que ya tenían mujeres e hijos. Habían heredado de su abuelo paterno un chalecito por la avenida Tomás Valle. Suerte de tener techo, aunque ahora ya eran demasiados dentro de los noventa metros cuadrados del chalecito.

Del padre, Cecilia había heredado la curiosidad por las cosas de la política. El había sido un sindicalista muy respetado. Javier Santa Cruz no se opuso a acompañarla a las reuniones en el Centro Federado de Estudiantes para escuchar algunas discusiones políticas. El bichito de la política. Te entiendo, Cecilia. Además, por eso ella se había matriculado en la especialidad de Historia y Geografía, para entender más a su país. Correcto, Cecilia. Asistieron, en ese tiempo, a muchas reuniones, charlas y debates sobre política. Porque el terrorismo era ya una realidad que iba desolando las serranías del país, escuchaban, y era inevitable que más pronto que tarde éste iba a caer con todo su rencor sobre la capital, amenazaban los expositores. Cecilia parecía querer develar los misterios de la lucha de clases como si buscara comprender lo que tanto había obsesionado a su padre. Los apagones y los asesinatos de autoridades, así como de modestos dirigentes de zonas marginales, los coches bomba, las pintas, los folletos, indicaban que la violencia se iba a acrecentar. Y los otros, cállate, patético burgués. Había que participar en aquellos movimientos que buscaran respaldar a quienes defendieran la democracia, se pronunciaban algunos. Lo que debes saber es que ya les llegó la hora a los miserables traidores como ustedes, vociferaban los otros. Lo cierto es que Cecilia había visto muy poco a su padre y que había vivido en una adolescencia llena de lamentos maternales por las locuras del padre. Agitadores. Capitalistas. Terroristas. Vende patrias. Luego, las discusiones, las discrepancias, los grupos que simpatizaban con una ideología y los que se oponían. Los que estaban a favor de una purificación de la nación a través de una guerra civil, los que no creían en la violencia, los que tenían miedo, los que sembraban miedo. Después, las patadas y codazos con los que terminaban las reuniones. Javier Santa Cruz tuvo que cubrir más de una vez a Cecilia para que no le cayera alguna pedrada y tuvieron que huir a toda prisa de más de una manifestación que terminó en pelea.
Se alejaron paulatinamente de todo ese ajetreo sin tener que consultarlo entre ellos. No hubo necesidad. Estaban muy ocupados en explorar sus sentimientos y cada cual guardaba, secretamente, la ilusión de que el mundo iba mejorar para ellos dos. Después de todo, Cecilia lo dijo una vez, el país se venía acabando desde que era niña.

Su mujer le había dejado una nota sobre la mesa junto al termo con el agua caliente y la latita de café. Había salido a cobrar una cuenta antes de que la clienta se vaya a trabajar. Iba a procurar volver rápido al cuarto, pero era seguro que no lo iba a encontrar. Después ella iría al almacén para intentar algo. Javier Santa Cruz bebió su café y disfrutó del silencio de la habitación. Percibió el olor a talco y leche de Guillermito. Lo extrañó. Vio la cuna y la cama de plaza y media en donde dormía con Cecilia cada noche de los tres últimos años. El roperito y las cajas en donde su mujer guardaba las ropas. La cocinilla de gas, la ollas pegaditas a los platos, los anaqueles de plástico en donde languidecían algunas legumbres, el televisor y el sillón huérfano que habían comprado en un remate. ¿Estaba bien todo? ¿Por qué esa mirada de lástima a su alrededor? El anaquel en donde estaban los libros y las cosas de la universidad, la fotografía que se habían tomado en la pileta de la facultad cuando todo parecía tan fácil. Masticó con pocas ganas el pan con mantequilla que le habían dejado y se sirvió otro poco de café. ¿Estaba arrepentido? Pensó en Guillermito. Recordó la noche en la que le dijo Javesh y no papá, sus manitos cuyos deditos se abrían y se cerraban llamándolo; pero ¿qué le pasaba a esa ternura paterna en mañanas como ésta? Cerró la puerta, le dio dos vueltas a la chapa y caminó con prisa para llegar al trabajo.

Nunca se lo dijo, pero esa noche, después de la noticia del embarazo y luego de dejar a Cecilia en la puerta de su casa, Javier Santa Cruz maldijo intensamente su situación. Se aterró: no quería se padre. Esa noche, apenas contuvo el impulso de regresar sobre sus pasos para pedirle que no tuviera al niño. Estaba molesto. Hubiera querido decirle que debía haberse cuidado mejor, que no era una escolar, que no por la puras era una chica universitaria, que todo se iba fastidiar por un arrebato de sentimentalismo o de irresponsabilidad. Sentado en el paradero de los ómnibus pasó algunas horas pensando en su paternidad. Por varios días ocultó la rabia que sentía contra Cecilia. Luego, poco a poco, su irascibilidad se fue atenuando. La actitud apacible de Cecilia y su practicidad para solucionar los problemas inmediatos como que adormecieron su secreto resentimiento. Tuvieron un baby shower organizado por algunos de sus compañeros de base. Es cierto que ya no había muchos porque la violencia los estaba disolviendo paulatinamente y, en verdad, ya no era muy seguro seguir estudiando. Margarita y Ricardo, los más cercanos amigos que tuvieron en la universidad, aun los siguieron frecuentando por buen tiempo. Por aquella época, los cuatro iban al cine una que otra vez, cuando había suerte y los apagones no lo arruinaban; luego tomaban un café en algún restaurante cercano y charlaban. Pero las cosas se fueron haciendo cada vez más complicadas para todos y, tal vez la violencia o el hecho de que las vidas de Cecilia y Javier se encarrilaran por otro rumbo hicieron que Margarita y Ricardo también desaparecieran de sus vidas. Cecilia a veces los mencionaba con algo de nostalgia, aunque jamás ahondó – al menos no delante de Javier – en las razones por las cuales se alejaron tanto de los amigos de aquella época.

Supo que había sido una bomba por el temblor repentino del piso, y el quejido sorpresivo de los vidrios. Carajo. Luego, hubo un silencio asustado y breve en las calles. Don Andrés, los demás trabajadores y los clientes de la mecánica palidecieron. Malditos terroristas. Entonces Javier Santa Cruz lo supo: la detonación había sido en el almacén del Pueblo. En todo caso sintió que algo se partía en su corazón y eso le fue suficiente. Luego se oyeron algunos disparos de fusil. Dios mío, disparos hechos a ciegas por esos soldaditos asustados. Por último, gimieron las sirenas trepidantes de las ambulancias y el aullido de los patrulleros. No puede ser.
Tropezó con un montículo de piedra al lado de una zanja e hizo varios intentos para no caer, se sobrepuso ¿En qué momento había empezado a correr? Había doce cuadras que lo separaban del almacén. Siguió corriendo como si estuviera en otra dimensión. Cecilia, por favor. No sintió dolor cuando volvió a tropezar en la quinta calle y cayó aparatosamente, que Guillermito sonría; se levantó y siguió corriendo aun cuando vio que había sangre en una de sus manos rasguñadas, que me diga Javesh. Se secó las lágrimas con los puños de la camisa y comprendió que sólo lloraba sin hacer ningún gesto. Se imaginó a sí mismo corriendo desesperado: con la ropa llena de grasa de automóvil, el cabello pegajoso y los zapatos viejos. Se sintió miserable y corrió más rápido ¿Así terminaba todo? Cuando le faltaban dos cuadras para llegar al almacén, sintió el olor inconfundible de la pólvora y los químicos. Cecilia ¿Por qué no peleaste alguna vez conmigo y me dijiste cuán cobarde era yo? Estúpidamente callado, opaco, haciendo una vida juntos con resignación de mártir ¿Por qué no me dijiste que yo era un pendejo que te echaba la culpa diariamente con la mirada y con la actitud de padre sacrificado?

Cuando llegó, vio que había nubarrones de humo denso y negruzco saliendo de un costado del almacén. Los soldados habían formado un cerco con sus fusiles y sus cuerpos alrededor de la construcción desde unos cincuenta metros antes. Los bomberos ya estaban subiendo algunos cuerpos en las camillas. Javier Santa Cruz trató de atravesar el cerco con la misma carrera con la que había llegado, pero el golpe de un fusil lo derribó violentamente. Se reincorporó a medias, buscó respirar, comprender lo que estaba viviendo desde hacía tiempo, lo que le podía tocar vivir a partir de esa misma mañana. Se sintió totalmente solo y desde el fondo de su propio abismo exclamó:
- Mi hijo... mi esposa... por favor – no pudo evitar que su voz se quebrara. No quiero quedarme solo, Cecilia.
El soldado no tenía más de veinte años y parecía tan asustado como todos. Vio como Javier Santa Cruz se reincorporaba con dificultad del culatazo. Una ambulancia comenzó a ulular anunciado su llegada. Los silbatos de los policías se sucedían atropelladamente. Cuando el recluta iba a golpearlo por segunda vez no pudo evitar encontrarse con los ojos locos y llorosos de Javier Santa Cruz. Entonces algo cambió en la mirada recelosa y asustada del soldadito. Se hizo a un lado para que aquel hombre consternado de traje de faena y con una mano sangrante pudiera pasar.
Un bombero alcanzó a decirle que aparte de los cuatro heridos que estaban subiendo, habían ya llevado a un policía muy grave y a dos mujeres, pero que no estaba seguro de la edad, aunque le parecían de cuarenta o más. Le gritaron que era mejor que vaya a ver si su hijo estaba en casa y que en todo caso tenía que recoger los documentos de identidad si quería que le informaran de algo en emergencias. Quiso gritar para saber más, pero había gente gritando por todos lados y policías empujando a todos. Terminó por quedar fuera del tumulto. Corrió a casa.

Cuando abrió la puerta vio que Guillermito se llevaba una cuchara de papilla a la boca y que su rostro estaba enlodado con la crema amarillenta. Cecilia apareció desde la cocinita. Javier Santa Cruz la miró por un largo rato: su cabellera corta como cuando era estudiante, su rostro pecoso y algo sudoroso por el fuego de la hornilla. Se acercó a ella y la abrazó.
- ¿Estás bien? – preguntó ella, preocupada.

Javier Santa Cruz la abrazó intensamente sin decir palabra. Ella se dejó por unos instantes, pero luego llevó sus manos al rostro de Javier, lo miró a los ojos, luego lo auscultó como buscándole alguna herida. El cuerpo del hombre aún temblaba.
- Tuve miedo – dijo Javier Santa Cruz
Después de unos segundos y con un tono de voz más controlado y decidido:
- Pero, ya no.