Wednesday, September 12, 2007

FIN DE SEMANA



FIN DE SEMANA

Para Joseane


Ese fin de semana decidimos salir de la ciudad porque queríamos encontrar un poco de luz solar. Era julio y, en la ciudad, el invierno estaba en su plenitud. La lluvia menuda de cada mañana dejaba jabonosamente sucias las calles y sentíamos que la humedad se metía hasta en el alma. Era cosa de subir al auto y manejar algunas horas cuesta arriba para encontrarnos con algo de calor y con el paisaje de árboles, ríos y caminos solitarios.
No lo planeamos mucho durante los días previos. Desde hacía tiempo que no planeábamos casi nada juntos. La rutina del trabajo y la monotonía de nuestras noches también era como la humedad, y también estaba calando nuestra relación hasta hacerla silenciosamente dolorosa. Habíamos ido al teatro un par de noches antes: una obra que se ambientaba en una granja, con algunos animales que se rebelaban contra sus dueños y con una lección política de la que tampoco hablamos mucho, al menos no como solíamos hacerlo antes. Sólo en el café, en donde nos sentamos para contemplar el mar y beber algo caliente antes de ir a casa, se nos ocurrió la idea de salir el fin de semana. Esa noche, Jacqueline se había soltado cabello y cuando hablamos del viaje, sus ojos recuperaron ese brillo y esa energía imponente con la que la había conocido. Todavía nos dimos tiempo para dar una caminata por el parque de Miraflores. Teníamos las solapas de los abrigos levantadas y nuestras bufandas eran del mismo color. Hablamos del viaje del fin de semana, como cuando éramos novios, diseñando un plan de diversión de poco costo y mucha aventura.
Ya en casa hice algunas llamadas para saber si algunos amigos planeaban hacer lo mismo de manera que formáramos una caravana. Jacqueline se sentó junto a mí para acompañarme mientras se cepillaba el cabello. Lo hacía por muchos minutos hasta que su cabellera quedara adormecida y brillante. Las primeras veces, de los primeros años juntos, solía contemplarla extasiado cuando se peinaba porque ella se quedaba mirando la ventana mientras el cepillo corría muchas veces por su cabellera ondeada. Se veía tan bella. Una que otra vez, me había dejado peinarla mientras escuchábamos algo de música de ópera: a ella le gustaba mucho y a mí, me fue gustando paulatinamente. Esa noche nos dormimos sin hacer el amor, pero contentos porque el viaje ya estaba confirmado y sería en caravana con algunos amigos. Pude dormir sin pensar en ella y, como no me sucedía desde hacía días, dormí profundamente.

La carretera central era una serpentuosa línea de asfalto carcomido que poco a poco se iba alejando de la ciudad. Primero tenía que atravesar por lugares congestionados como Vitarte y Ate cuyas calles lucían saturadas de casas y de edificios a medio construir, todos atiborrados de letreros y anuncios pintados en colores fosforescentes. Y siempre ese vaho negruzco mezcla de humedad con humo de carros y moto taxis. Era como si otro tipo de ciudad estuviera apareciendo paulatinamente. Sólo mucho después comenzaban a aparecer las zonas de sembrío, las primeras vacas, el agónico discurrir del río, los cerros todavía pelados y, de pronto, el brillo solar, el calor, la sensación de estar saliendo de Lima. Jacqueline se había colocado un gorro negro de beisbolista con visera roja y había escondido sus ojos con unos lentes negros. Nos habíamos conocido mucho antes de casarnos y aún después de casados nos seguimos conociendo porque teníamos la inacabable necesidad de conversar de todo y de ponernos en puntos opuestos para divertirnos con nuestros argumentos. Aunque a veces la cosa acababa mal porque uno de los dos se picaba. Creo que lo que fue pasando era que el trabajo, para ambos, había sido algo que tomábamos en serio y con total pasión. Durante la semana era el motivo central de nuestras preocupaciones y de nuestro ensimismamiento. Probablemente esas largas horas separados, esa absorción casi maniática en nuestras metas fue lo que redujo nuestra relación a una armoniosa, pero rutinaria vida.
Cuando llegamos a la estancia que habíamos alquilado, los amigos se sintieron felices porque el lugar era realmente acogedor: el río corría con muy bajo caudal cerca de nosotros y había mucho campo con un césped muy bien cuidado. Había muchos árboles y un largo muro recubierto con enredaderas nos separaba de la solitaria carretera. Algunos animales de granja se desplazaban sin miedo, y las mesas con sus parrilleros estaban a la mano para divertirse por la tarde con el asado de las carnes. Los bungalows eran acogedores y había carpas para pasar la noche. Los niños corrían descontrolados por el lugar y todos parecían felices. Cada uno de los cuatro matrimonios que nos acompañaban ya tenían hijos. El sol, al mediodía, estaba radiante y nuestros amigos corrían detrás de sus niños. Casi siempre parecían estar fatigados, aunque felices de ver sonreír a sus hijos. Entonces vi cómo el rostro hermoso de Jacqueline se iba demudando. Claro que la entendí. Cogí su mano y nos fuimos a caminar los dos solos. Sus manos eran siempre suaves. La primera vez que las pude tener sujetas por mucho tiempo fue cuando hice de quiromántico y le leí las líneas de la vida, del amor y del trabajo. Ella me miraba entre desconfiada y divertida. Lo que yo quería en ese tiempo era tener sus manos entre las mías por un largo rato. En ese entonces me preguntó si las líneas de sus manos podían predecir los niños que iba a tener. Yo le dije que no sabía leer bien esa parte de las líneas, pero que parecía que iban a ser dos. Habían pasado varios años desde aquellas veces de enamoramiento y, cuando ella finalmente se dejó conquistar, ya había cogido muchas veces sus manos; sin embargo, hacía tanto tiempo que no la tenía así, con tanta calma.
El vibrador de mi teléfono se activó repentinamente produciéndome cosquillas en el pantalón. Sentí la misma inquietud que me angustiaba desde hacía días. Casi podía adivinar cuál era el nombre y el número que estaban parpadeando en la pantallita, tenía que ser ella. Por un momento estuve tentado a inventar un motivo para quedarme solo; pero miré a mi esposa y percibí que desde hacía un buen rato había recuperado ese semblante alegre y relajado que hacía tanto no veía. Además, teníamos que partir en cualquier momento hacia las cataratas que nos habían recomendado. Jacqueline había pintado sus labios con ese color rojo oscuro que solía usar cuando la enamoraba. Apagué mi celular sin llegar a verificar el número que llamaba.

San Jerónimo de Surco se llamaba finalmente el pueblito adonde llegamos después de un viaje en auto como de treinta minutos más. Los amigos se habían quedado en la estancia. Lo cierto era que con los niños se les hacía difícil tantear una aventura como la de subir por una cuesta serrana empinada solo para ver una caída de agua. “Ustedes aprovechen que aun no tienen niños” nos había dicho uno de ellos antes de correr detrás de uno de sus hijos que estaba por lanzarse de un árbol. San Jerónimo tenía casitas con techos a dos aguas y paredes terrosas, pequeñas calles empedradas, una placita con banquitas de madera y una pileta que figuraba un ángel que debía arrojar agua desde una trompeta. Sólo que ahora parecía descuidado. Más callecitas minúsculas. A ratos, una banda de músicos tocaba tonadas populares e interrumpía la quietud sabatina del pueblito. Un cielo límpido recibía a los turistas de ese fin de semana.
Las cataratas eran el atractivo de San Jerónimo y para llegar a ellas había que caminar otros treinta minutos por un senderito cuesta arriba. Un caminito que nos fue elevando hasta que alcanzamos a ver el frondoso valle desde arriba: era como una garganta verdosa y gigantesca que crecía entre dos hileras de cerros fértiles. El río era solo un murmullo oculto entre la espesura del valle. Jacqueline estaba feliz y conversaba conmigo con la misma soltura con la que lo hacíamos antes, con esa voz suelta y determinante con la que había armado incluso mi vida, hasta allí totalmente irresuelta. Me comentó que iría inmediatamente al gimnasio si acaso no alcanzaba a llegar hasta las cataratas. Pensé entonces en su cuerpo desnudo y firme, pensé en la tibieza tan apacible con la que me encontraba cada noche desde que nos habíamos casado. Luego pensé en lo que estaba pasando conmigo desde hacía tantos días. Me volví a sentir ansioso. Aquello simplemente había comenzado a suceder paulatinamente hasta que, de pronto, había tomado una forma inevitable y peligrosa. Había comenzado con alguna que otra conversación a la hora de los almuerzos en la oficina, con uno que otro café después de la oficina, con un cine cuando se podía inventar una reunión de trabajo por la noche, y luego una y otra conversación cada vez más íntima, más comprometida, más peligrosa.

Jacqueline caminaba a ratos delante de mí y en otros se iba quedando; se retrasaba más cuando curioseaba entre las piedras buscando lagartijas a las que acosaba con una rama gruesa que se había conseguido. Algunas lagartijas eran pequeñas, apenas visibles entre las piedras y otras, medianamente grandes y repulsivas. También estaba yo, una lagartija mucho más grande, que tocaba el celular buscando el botón de encendido sólo para saber que estaba allí, otra vez activado. Jacqueline me puso la varita en el pecho y luego me hizo un mohín con el que solía burlarse de mi cara de distraído. Luego corrió unos pasos y no alcanzó a ver que las piedras, que estaban más arriba, no tenían un buen apoyo. Resbaló hasta casi caer por la profunda pendiente. Sin Jacqueline la vida volvería a empezar. Todo lo que había sido tendría que cambiar abruptamente. Antes de ella mi vida había sido también buena, pero a partir de ella había adquirido un matiz que no quería perder. Ella logró cogerse hábilmente de la salida de una roca y luego se cogió de mi mano derecha mientras yo la sujetaba de la camiseta con la otra mano. Luego de un momento, ya estaba de pie. Entonces la abracé y ella trató de bromear con el accidente, pero sabía que estaba asustada. Sentí su olor perfumado, pero también su miedo, sus ganas de llorar. Sentí el cutis terso de su rostro, su cuerpo sorprendido pegado a mí. “Por culpa de las lagartijas, amor”, le dije.

Esa noche, ya de vuelta en la estancia, dormimos dentro de una pequeña carpa muy pegados. Primero pasamos un buen rato con los amigos que ya habían alcanzado a dormir a sus hijos y que conversaron de nuestra aventura. Luego charlamos de sus vidas, y después, otra vez del accidente, y al rato, de los recuerdos. La luna estaba llena e iluminaba las tierras de la estancia con una luz limpia y plateada. La sucesión de cerros parecía una hilera de ancianos oscuros durmiendo con la cabeza escondida. Cuando alguien nos preguntó sobre cómo nos habíamos conocido. Narré la historia de una reunión cuando ambos trabajábamos juntos, de que ella había llegado a esa celebración bellísima y mágica y de que allí había comenzado la cosa, al menos para mí. Conté las cosas que hice para conquistarla. Cada uno fue contando la manera como se conocieron. Las argucias para conquistar o para dejarse conquistar. De las llamas de la fogata, salían a ratos crepitaciones que musicalizaban la noche.
Para dormir, Jacqueline se había abrigado como una osita y aun así nos estuvimos abrazando un tanto por el frío y otro tanto porque estábamos contentos. Hablamos mucho de la belleza de las cataratas, del aire puro, de que sería bueno que saliéramos más a menudo. Estuvimos haciendo planes para las siguientes semanas, como antes.
Después me quedé en silencio por unos minutos. A ratos, el aire agitaba la lona de la carpa. Recordé el celular que se había quedado en apagado en el bolsillo de la casaca. El perfume de mi esposa aun era nítido a pesar de las horas que habían transcurrido; a pesar de tanto tiempo, sabía que ese era su olor. El lunes, definitivamente, cambiarían muchas cosas, entre ellas el número de celular. Luego miré Jacqueline y sentí que todas las cosas estaban otra vez en su lugar y que eso era muy bueno. Pensé en lo feliz que seríamos si tuviésemos un hijo.
- Te amo – le dije
Ella me sonrió
- Yo también.