Wednesday, June 22, 2011

Wednesday, June 17, 2009

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Monday, September 01, 2008


Wednesday, September 12, 2007

FIN DE SEMANA



FIN DE SEMANA

Para Joseane


Ese fin de semana decidimos salir de la ciudad porque queríamos encontrar un poco de luz solar. Era julio y, en la ciudad, el invierno estaba en su plenitud. La lluvia menuda de cada mañana dejaba jabonosamente sucias las calles y sentíamos que la humedad se metía hasta en el alma. Era cosa de subir al auto y manejar algunas horas cuesta arriba para encontrarnos con algo de calor y con el paisaje de árboles, ríos y caminos solitarios.
No lo planeamos mucho durante los días previos. Desde hacía tiempo que no planeábamos casi nada juntos. La rutina del trabajo y la monotonía de nuestras noches también era como la humedad, y también estaba calando nuestra relación hasta hacerla silenciosamente dolorosa. Habíamos ido al teatro un par de noches antes: una obra que se ambientaba en una granja, con algunos animales que se rebelaban contra sus dueños y con una lección política de la que tampoco hablamos mucho, al menos no como solíamos hacerlo antes. Sólo en el café, en donde nos sentamos para contemplar el mar y beber algo caliente antes de ir a casa, se nos ocurrió la idea de salir el fin de semana. Esa noche, Jacqueline se había soltado cabello y cuando hablamos del viaje, sus ojos recuperaron ese brillo y esa energía imponente con la que la había conocido. Todavía nos dimos tiempo para dar una caminata por el parque de Miraflores. Teníamos las solapas de los abrigos levantadas y nuestras bufandas eran del mismo color. Hablamos del viaje del fin de semana, como cuando éramos novios, diseñando un plan de diversión de poco costo y mucha aventura.
Ya en casa hice algunas llamadas para saber si algunos amigos planeaban hacer lo mismo de manera que formáramos una caravana. Jacqueline se sentó junto a mí para acompañarme mientras se cepillaba el cabello. Lo hacía por muchos minutos hasta que su cabellera quedara adormecida y brillante. Las primeras veces, de los primeros años juntos, solía contemplarla extasiado cuando se peinaba porque ella se quedaba mirando la ventana mientras el cepillo corría muchas veces por su cabellera ondeada. Se veía tan bella. Una que otra vez, me había dejado peinarla mientras escuchábamos algo de música de ópera: a ella le gustaba mucho y a mí, me fue gustando paulatinamente. Esa noche nos dormimos sin hacer el amor, pero contentos porque el viaje ya estaba confirmado y sería en caravana con algunos amigos. Pude dormir sin pensar en ella y, como no me sucedía desde hacía días, dormí profundamente.

La carretera central era una serpentuosa línea de asfalto carcomido que poco a poco se iba alejando de la ciudad. Primero tenía que atravesar por lugares congestionados como Vitarte y Ate cuyas calles lucían saturadas de casas y de edificios a medio construir, todos atiborrados de letreros y anuncios pintados en colores fosforescentes. Y siempre ese vaho negruzco mezcla de humedad con humo de carros y moto taxis. Era como si otro tipo de ciudad estuviera apareciendo paulatinamente. Sólo mucho después comenzaban a aparecer las zonas de sembrío, las primeras vacas, el agónico discurrir del río, los cerros todavía pelados y, de pronto, el brillo solar, el calor, la sensación de estar saliendo de Lima. Jacqueline se había colocado un gorro negro de beisbolista con visera roja y había escondido sus ojos con unos lentes negros. Nos habíamos conocido mucho antes de casarnos y aún después de casados nos seguimos conociendo porque teníamos la inacabable necesidad de conversar de todo y de ponernos en puntos opuestos para divertirnos con nuestros argumentos. Aunque a veces la cosa acababa mal porque uno de los dos se picaba. Creo que lo que fue pasando era que el trabajo, para ambos, había sido algo que tomábamos en serio y con total pasión. Durante la semana era el motivo central de nuestras preocupaciones y de nuestro ensimismamiento. Probablemente esas largas horas separados, esa absorción casi maniática en nuestras metas fue lo que redujo nuestra relación a una armoniosa, pero rutinaria vida.
Cuando llegamos a la estancia que habíamos alquilado, los amigos se sintieron felices porque el lugar era realmente acogedor: el río corría con muy bajo caudal cerca de nosotros y había mucho campo con un césped muy bien cuidado. Había muchos árboles y un largo muro recubierto con enredaderas nos separaba de la solitaria carretera. Algunos animales de granja se desplazaban sin miedo, y las mesas con sus parrilleros estaban a la mano para divertirse por la tarde con el asado de las carnes. Los bungalows eran acogedores y había carpas para pasar la noche. Los niños corrían descontrolados por el lugar y todos parecían felices. Cada uno de los cuatro matrimonios que nos acompañaban ya tenían hijos. El sol, al mediodía, estaba radiante y nuestros amigos corrían detrás de sus niños. Casi siempre parecían estar fatigados, aunque felices de ver sonreír a sus hijos. Entonces vi cómo el rostro hermoso de Jacqueline se iba demudando. Claro que la entendí. Cogí su mano y nos fuimos a caminar los dos solos. Sus manos eran siempre suaves. La primera vez que las pude tener sujetas por mucho tiempo fue cuando hice de quiromántico y le leí las líneas de la vida, del amor y del trabajo. Ella me miraba entre desconfiada y divertida. Lo que yo quería en ese tiempo era tener sus manos entre las mías por un largo rato. En ese entonces me preguntó si las líneas de sus manos podían predecir los niños que iba a tener. Yo le dije que no sabía leer bien esa parte de las líneas, pero que parecía que iban a ser dos. Habían pasado varios años desde aquellas veces de enamoramiento y, cuando ella finalmente se dejó conquistar, ya había cogido muchas veces sus manos; sin embargo, hacía tanto tiempo que no la tenía así, con tanta calma.
El vibrador de mi teléfono se activó repentinamente produciéndome cosquillas en el pantalón. Sentí la misma inquietud que me angustiaba desde hacía días. Casi podía adivinar cuál era el nombre y el número que estaban parpadeando en la pantallita, tenía que ser ella. Por un momento estuve tentado a inventar un motivo para quedarme solo; pero miré a mi esposa y percibí que desde hacía un buen rato había recuperado ese semblante alegre y relajado que hacía tanto no veía. Además, teníamos que partir en cualquier momento hacia las cataratas que nos habían recomendado. Jacqueline había pintado sus labios con ese color rojo oscuro que solía usar cuando la enamoraba. Apagué mi celular sin llegar a verificar el número que llamaba.

San Jerónimo de Surco se llamaba finalmente el pueblito adonde llegamos después de un viaje en auto como de treinta minutos más. Los amigos se habían quedado en la estancia. Lo cierto era que con los niños se les hacía difícil tantear una aventura como la de subir por una cuesta serrana empinada solo para ver una caída de agua. “Ustedes aprovechen que aun no tienen niños” nos había dicho uno de ellos antes de correr detrás de uno de sus hijos que estaba por lanzarse de un árbol. San Jerónimo tenía casitas con techos a dos aguas y paredes terrosas, pequeñas calles empedradas, una placita con banquitas de madera y una pileta que figuraba un ángel que debía arrojar agua desde una trompeta. Sólo que ahora parecía descuidado. Más callecitas minúsculas. A ratos, una banda de músicos tocaba tonadas populares e interrumpía la quietud sabatina del pueblito. Un cielo límpido recibía a los turistas de ese fin de semana.
Las cataratas eran el atractivo de San Jerónimo y para llegar a ellas había que caminar otros treinta minutos por un senderito cuesta arriba. Un caminito que nos fue elevando hasta que alcanzamos a ver el frondoso valle desde arriba: era como una garganta verdosa y gigantesca que crecía entre dos hileras de cerros fértiles. El río era solo un murmullo oculto entre la espesura del valle. Jacqueline estaba feliz y conversaba conmigo con la misma soltura con la que lo hacíamos antes, con esa voz suelta y determinante con la que había armado incluso mi vida, hasta allí totalmente irresuelta. Me comentó que iría inmediatamente al gimnasio si acaso no alcanzaba a llegar hasta las cataratas. Pensé entonces en su cuerpo desnudo y firme, pensé en la tibieza tan apacible con la que me encontraba cada noche desde que nos habíamos casado. Luego pensé en lo que estaba pasando conmigo desde hacía tantos días. Me volví a sentir ansioso. Aquello simplemente había comenzado a suceder paulatinamente hasta que, de pronto, había tomado una forma inevitable y peligrosa. Había comenzado con alguna que otra conversación a la hora de los almuerzos en la oficina, con uno que otro café después de la oficina, con un cine cuando se podía inventar una reunión de trabajo por la noche, y luego una y otra conversación cada vez más íntima, más comprometida, más peligrosa.

Jacqueline caminaba a ratos delante de mí y en otros se iba quedando; se retrasaba más cuando curioseaba entre las piedras buscando lagartijas a las que acosaba con una rama gruesa que se había conseguido. Algunas lagartijas eran pequeñas, apenas visibles entre las piedras y otras, medianamente grandes y repulsivas. También estaba yo, una lagartija mucho más grande, que tocaba el celular buscando el botón de encendido sólo para saber que estaba allí, otra vez activado. Jacqueline me puso la varita en el pecho y luego me hizo un mohín con el que solía burlarse de mi cara de distraído. Luego corrió unos pasos y no alcanzó a ver que las piedras, que estaban más arriba, no tenían un buen apoyo. Resbaló hasta casi caer por la profunda pendiente. Sin Jacqueline la vida volvería a empezar. Todo lo que había sido tendría que cambiar abruptamente. Antes de ella mi vida había sido también buena, pero a partir de ella había adquirido un matiz que no quería perder. Ella logró cogerse hábilmente de la salida de una roca y luego se cogió de mi mano derecha mientras yo la sujetaba de la camiseta con la otra mano. Luego de un momento, ya estaba de pie. Entonces la abracé y ella trató de bromear con el accidente, pero sabía que estaba asustada. Sentí su olor perfumado, pero también su miedo, sus ganas de llorar. Sentí el cutis terso de su rostro, su cuerpo sorprendido pegado a mí. “Por culpa de las lagartijas, amor”, le dije.

Esa noche, ya de vuelta en la estancia, dormimos dentro de una pequeña carpa muy pegados. Primero pasamos un buen rato con los amigos que ya habían alcanzado a dormir a sus hijos y que conversaron de nuestra aventura. Luego charlamos de sus vidas, y después, otra vez del accidente, y al rato, de los recuerdos. La luna estaba llena e iluminaba las tierras de la estancia con una luz limpia y plateada. La sucesión de cerros parecía una hilera de ancianos oscuros durmiendo con la cabeza escondida. Cuando alguien nos preguntó sobre cómo nos habíamos conocido. Narré la historia de una reunión cuando ambos trabajábamos juntos, de que ella había llegado a esa celebración bellísima y mágica y de que allí había comenzado la cosa, al menos para mí. Conté las cosas que hice para conquistarla. Cada uno fue contando la manera como se conocieron. Las argucias para conquistar o para dejarse conquistar. De las llamas de la fogata, salían a ratos crepitaciones que musicalizaban la noche.
Para dormir, Jacqueline se había abrigado como una osita y aun así nos estuvimos abrazando un tanto por el frío y otro tanto porque estábamos contentos. Hablamos mucho de la belleza de las cataratas, del aire puro, de que sería bueno que saliéramos más a menudo. Estuvimos haciendo planes para las siguientes semanas, como antes.
Después me quedé en silencio por unos minutos. A ratos, el aire agitaba la lona de la carpa. Recordé el celular que se había quedado en apagado en el bolsillo de la casaca. El perfume de mi esposa aun era nítido a pesar de las horas que habían transcurrido; a pesar de tanto tiempo, sabía que ese era su olor. El lunes, definitivamente, cambiarían muchas cosas, entre ellas el número de celular. Luego miré Jacqueline y sentí que todas las cosas estaban otra vez en su lugar y que eso era muy bueno. Pensé en lo feliz que seríamos si tuviésemos un hijo.
- Te amo – le dije
Ella me sonrió
- Yo también.

Tuesday, January 09, 2007

MONOLOGO




MONÓLOGO DE UN ILUSO


Te iba a dar un beso, gatita, y entonces tú alejaste tu carita de niña. Había transcurrido mucho tiempo de cortejo y tú, todavía, Gatita, negándote a una caricia. ¿Así fue? O se me siguen confundiendo las cosas tuyas con todas las otras imágenes que ahora se me agolpan infatigables y que confunden el norte y el sur de mis recuerdos. En todo caso sí recuerdo tu larga y ondulada cabellera haciéndole cosquillas a mi rostro; también el reflejo de tu piel cuando la noche se iluminaba con las luces envejecidas de siempre; también recuerdo eso. Recuerdo también la sensación de tu primer beso. Pero en verdad que las fechas en las que viví cada uno de esos momentos contigo, como que ahora se me enredan en las trampas de la memoria. Por ratos, me preocupa más este dolor que aumenta paulatinamente dentro de mí: hincándome, atormentándome, aun cuando no podría definir en qué parte exacta de mi cuerpo. Por momentos, parecen más la memoria de otros dolores y nada más. Sin embargo, cuando ya estoy casi seguro de entenderlo y de aceptarlo todo, el dolor se agazapa otra vez, muy adentro, en alguna parte secreta, preparándose para reaparecer. Ay Gatita, a ratos quisiera saber si es de día o de noche a mi alrededor, un poco para controlar aunque sea este tiempo gelatinoso que me ha tocado. Pero no tengo ganas de abrir los ojos, o tal vez ya no puedo hacerlo; en todo caso, como que ya no me importa tanto. Todo es tan flojo por momentos.
Javier fue el mejor amigo que tuve, Gatita, ¿Te lo conté alguna vez? Seguro que sí. En cambio ¿Cuántas cosas no alcancé a contarte? Javier fue como un hermano y se tuvo que morir de esa manera tan insensata. Su rostro tumefacto, lo recuerdo; los restos de sangre reseca camuflando lo que antes había un rostro bello, lo recuerdo también; las piltrafas de su ropa disminuyendo su cuerpo. Javier, mi amigo. Estabas tan abandonado, tan solo y desamparado sobre aquel piso envejecido y frío del hospital; sin embargo, no podía sacarte de allí porque la policía no quería soltarte aún. A pesar de haberte matado, todavía querían retenerte un poco más. Javier ¿Valió la pena? Nunca te lo confesé, pero me cagaba de miedo ser tu amigo porque eras un loco terruquito conspirando contra el sistema y mira lo que obtuviste; tu premio, carajo: una fosa rústica al pie de una roca muy grande, en el cerro más pobre de la ciudad y apenas una cruz de madera que plantamos muchos días después los pocos amigos que se atrevieron a ir. Javier, he visto que la luz rojiza del crepúsculo le cae de lleno a tu sepultura cuando el cielo está despejado. Desde tu sitio, sabes, se puede ver una panorámica inmensa de Lima. Te vuelvo a preguntar: ¿Valió la pena? Javier, a mi manera, yo me he preguntado tantas veces lo mismo sobre mi vida... Ay, este dolor, amigo, que ha regresado y a pesar de que por momentos es intenso e insufrible, al menos me hace sentir vivo; lo suficiente como para seguir buscando más imágenes de ese tiempo en donde ya se delataba mi condición de errabundo. A veces siento que mi cuerpo quiere agitarse y creo que no sólo es por el miedo natural al dolor, sino a todo lo desconocido que empieza a presentir; sin embargo – así es desde hace tanto - todo pasa lentamente y, otra vez, me quedo con mucho espacio para recordar.
Sabes, amigo, sigo pensando que ese tiempo fue el mejor, aunque ya no sé si ahora eso tiene importancia. Recuerdo un racimo de botellas sobre la mesa, el humo azulado que distorsionaba a los fantasmas de cada noche, las horas bohemias que fuimos amontonando día tras día. Javier, veo las mismas cantinas, vuelvo a escuchar las conversaciones políticas y vuelvo a exclamar lo mismo: salud, Javier, salud por tu poseía que desde siempre – te lo confieso ahora – me importaba un carajo porque no la entendía: convéncete que salvo el presente todo es ilusión. Puta madre, Javier, deja tus ideales políticos en la puerta y chupemos hasta el final. Querido amigo, más bien, busquemos mujeres, en lugar de indagar por las causas que han llevado a este país a su miseria constante. Esas son huevadas, Javier, abstractas y cojudas, y, sin embargo, eso era lo que te apasionaba: buscar la verdad ¿Qué buscaba, yo?, Javier. Que triste, acabo de sentir mi lengua y mejor no la hubiera sentido porque me ha parecido un trapo húmedo que no puedo manejar. Gatita, sé que hay gente cerca de mí, demasiado cerca, murmurando cosas sobre mí destino; hay otros que están curioseando entre las cosas de mi habitación. Quisiera pedirles que me ayuden a despertar porque seguro que están mirándome con pena y eso todavía me rebela; pero me da tanta pereza intentarlo.
Papá me había alzado muy alto para que pudiera ver el desfile militar: primero muchas cabezas grasosas y luego aparecieron todos los uniformes del mundo destellando muchos colores marciales, avanzando en orden; de pronto, todo se desmoronó y se hizo oscuro porque mi papá se había caído y alguien lo insultaba porque estaba borracho. Un uniformado lo agarró por el cinturón y se lo fue llevando como una marioneta descosida y yo no lloraba sino que los seguía en silencio aunque muy asustado: ¡Borracho de mierda! Siempre creí que alguien se lo había gritado muy cerca de mí. Ahora casi estoy seguro de que fui yo quien lo masculló: siempre te voy a odiar, papá. Tu mano grandota e hinchada, tu olor fermentado, tus bigotes pequeñitos tirados a lo Pedro Infante: una imagen que sólo imagino en blanco y negro; más o menos como te recuerdo a ti: un individuo anodino que sólo vivías para marchar temprano al trabajo, beber con los amigos por las tardes y llevarme al cine algunos sábados o al parque para patear contigo una pelota de plástico. Te gustaban las películas en donde cantaban rancheras y a mí me tenías podrido con las letras de esas canciones. La tardes no era tan malas cuando íbamos a ver películas sobre la segunda guerra mundial o de luchas con Bruce Lee. Papá, jamás pudimos hablar de nosotros y, sin embargo, fuiste un padre promedio ¿Entonces porque tanto odio? ¿Nací así? ¿Tan inclinado al rencor? Papá, me duele, me duele mucho y quisiera ser muy chico para buscarte en tu cama grandota de esposo abandonado y decirte que ahora me duele bastante y que tengo miedo, como cuando me quedaba solo en el cuarto durante horas esperando que llegaras de la cantina y te pusieras a llorar junto a la mesa con una ultima botella de licor. Te odiaba, papá, pero al menos tu presencia olorosa de alcohol me llenaba las primeras noches sin mamá. Ahora, ayúdame otra vez, por favor y sácame de aquí, no solo de esta soledad que me abruma, sino de este frío que me está congelando, en verdad y literalmente el cuerpo, principalmente me está congelando los dedos de los pies, luego las piernas: como si fueran de hielo y, Gatita, ese frío está trepando lentamente por mi sexo que, en verdad, tampoco siento. Por ratos, no siento nada de mi cuerpo; pero tengo la reminiscencia de que mi miembro está allí: ahora inútil, en total orfandad, convertido en un pequeñito garfio intrascendente y básicamente sin ti. Gatita ¿Qué pasó? ¿Por qué lo hiciste? Es decir, yo sé que una mujer obra de esa manera sólo cuando ya se han roto las cadenas de los sentimientos y eso tiene que haberte tomado mucho tiempo ¿Cuando fue? ¿Importa, en verdad?

Ay, gatita, ahora siento que hay más gente en la habitación y hasta en la puerta. Algunos me auscultan con pericia de médico, tan pegados a mi rostro que creo sentirles su aliento a cebollas y cigarrillo, y todo esto me produce mucho asco. Gatita, siento que me están invadiendo y que a lo mejor están cogiendo mis libros y las cartas que me escribiste y las cartas que nunca alcancé a enviarte. Quiero decirles que se vayan todos al carajo. Váyanse ¿Lo he dicho? Lo dudo. Sé que mi cuerpo ya no me hace caso, que se canso de mí y, definitivamente, de mi maltrato.
Gatita, quiero confesarte – ahora que todavía creo manejar algunos espacios de mi conciencia – que no fueron auténticas todas las palabras que decía sobre el amor que sentía, eran las cosas obligadas que tenía que inventar para satisfacer el corazón de una mujer como tú a quien, sin embargo, necesitaba tanto. Una caminata bajo la lluvia, siempre tomados de la mano y luego un beso y unas palabras de amor en el oído. Gatita, había que inventar emociones y adornarlas con frases. ¡Siempre tan complicado todo! Y seguramente tus instintos ya se habían dado cuenta y, quizás, esa fue la razón por la que rompiste tus principios de buena mujer y te marchaste, a lo mejor. Un ramo de flores por la fecha en que nos conocimos y una lágrima tuya porque siempre había una señal en mí que delataba ausencia. ¡Qué más querías! Un poema de Neruda transcrito en papel transparente. La frustración de un corazón como el tuyo. Claro que te amo. Entonces, las largas horas en donde me obligabas a explorar nuestros sentimientos. Luego tu pena que iba creciendo lentamente. No obstante, tienes que saber que tu existencia me era indispensable para vivir. Contigo podía escapar de todo lo demás: cerrar los ojos, taponar los oídos y vivir exclusivamente en el mundo de nuestra cama y en el contexto de tu olor. Ay, Gatita, todavía siento dolor, aunque reconozco que ya es un dolor un tanto más lejano que navega como recuerdo leve en mi memoria. Pero quisiera que seas tú la que me tomara de la mano a esta hora y hasta quisiera sentir – si todavía se pudiera – la tibieza de tus lágrimas cayendo sobre mí para redimirme de esta pena que me sigue acompañando.
Han abierto las ventanas y algunas personas deben haber salido al corredor porque se siente algo de brisa. Es muy raro sentir que se congelan las piernas y, sin embargo, estar acalorado. O sea que hasta aquí me persiguen las contradicciones, ¿Eso me dirías ahora, Javier? Que yo vivía complicado entre esas ambivalencias que – según tú – me convertían en un lastre incluso para mí mismo. Javier, tal vez a ti te fue mejor porque la muerte te llegó tan heroicamente como alguna vez me la habías descrito. ¡Mierda!, Javier. No te lo creeré nunca, porque las cosas en el país no se movieron un pelo después de ti. Las vueltas de siempre y la sensación de no ir a ninguna parte ¡Mierda, Javier! Tú tenías más obligación de vivir porque te gustaba la vida: respirar, dormir, despertar y sentirte mejor con las cosas en las que creías. Yo no pude creerlas, no quise creerlas, no me importaba creerlas. ¿Sabes que la Gata se enamoró de ti? ¿Nunca te diste cuenta, en verdad? Tenía que suceder, claro: eras tan embriagador con tus palabras, tan apasionado con tus ideas revolucionarias, tan transparente con tus gustos literarios, tan llamativo con tu barba tipo Che Guevara. A veces me pregunto si al final de tanto andar, habría sido mejor que tú me la hubieses arrebatado y, quizás, con los años, hubieras mandado al carajo parte de tus ideales políticos. Seguro que ahora seríamos enemigos y yo viviría alimentando disciplinadamente un intenso rencor. Tú ahora serías una especie de intelectual progresista un tanto más común y tendrías que trabajar para mantener a tu familia, y yo, me burlaría de tu mediocridad. Pero, carajo, estarías vivo, Javier, y disfrutarías del sabor quemante de un trago y tendrías acidez por las mañanas y le harías el amor a la Gata y yo no me hubiera quedado tan huérfano de emociones. Caray, Javier, no quiero dejar de pensar porque – la verdad – tengo miedo, mucho miedo. A ratos, me siento tan fatigado que quisiera abandonarme, pero me aferro, con la desesperación de un moribundo, a estas últimas hilachas de pensamientos e imágenes. Ahora siento que hay una mujer que no reconozco que gimotea en alguna esquina del cuarto y que otros la están consolando
Una tarde me llegó la noticia de que mi papá había muerto y se necesitaba de alguien que se hiciera presente para los trámites. Cuando me enseñaron su cuerpo, me quedé un buen rato mirando su rostro ceroso y sin vida, enmarcado en el fondo gris de la camilla. Vi los trazos que la muerte había dibujado imperturbablemente en su piel. Hacia años que no lo veía y hacia meses que él ya no me escribía ninguna nota de reconvención. Papá, muchas veces quise reconciliarme contigo, pero había ese algo en mí que siempre me alejaba de lo correcto y que me envolvía en el vaho del abatimiento y la Gata también se cansó de esperar mi madurez y, entonces, sólo encontré la clásica nota sobre la mesa. Me abandonó a finales del verano y no quiso dejarme ninguna cosa que me hiciera recordarla. Tuvo la paciencia de llevarse todo lo que era de ella y dejarme todo lo poco que era mío. Mucho tiempo después, aún seguí buscando entre los cajones, anaqueles y hasta en los peines olvidados en algún saco, al menos la hebra de un cabello suyo para llorar junto ese símbolo, pero la Gata creyó que eso sería alimentar un poco más mi compulsiva autodestrucción.
¿Qué hiciste con mamá, padre? ¿Por qué nos abandonó tan abruptamente como quien huye desesperadamente de una prisión? Una tarde abrimos la puerta y tú supiste que ella ya no estaba. Sin embargo, mamá dejó demasiadas cosas para recordarla; pero tú, Gatita, hasta en ese último gesto fuiste tan duramente objetiva para conmigo. Tal vez si Javier hubiera estado vivo en aquel tiempo me hubiera ayudado a buscarte, porque, después de todo, él era un romántico a su manera. Javier nunca hubiera disparado contra nadie porque amaba la vida. Carajo, no tenían por qué hacerle eso. Javier era tan sólo un iluso que buscaba un mundo mejor y no encontró otra manera mejor que pintar paredes y gritar sus esperanzas a quien quisiera escucharlo. Sin embargo todo ya estaba tan de cabeza en el mundo y la muerte era una mano que nos tocaba en cualquier esquina. Puta madre, Javier. Te arrastraron desde la universidad y te mataron simplemente. Lo siento, sigo pensando que todo fue en vano y que fuiste un idealista huevón que me hace tanta falta ahora.
¿Cómo fueron los días sin ti, mamá? Duros. Con amaneceres húmedos y con una opresión constante en el alma que me anulaba la posibilidad de disfrutar plenamente de los buenos momentos. Te extrañé por mucho tiempo, aun cuando los rasgos de tu imagen ya se me habían borrado y sólo me quedaban tus fotografías tan inevitablemente ajenas. Pero uno se acostumbra ¿Cierto, Javier? A las bombas, a las balas, a las muertes estúpidas, y luego, otra vez, a las ilusiones de un mundo nuevo, pero sin ti, Gata. ¿Fue tan fácil abandonarme? ¿Algo así como anular el conducto de los sentimientos? Y luego escapar de un hombre que se estaba cayendo lenta, pero irremediablemente hacia un abismo muy oscuro. En verdad, ya no importa mucho saberlo. Después de tanto tiempo, voy dándome cuenta que, ahora, no me importan las respuestas, sino tan sólo recordar - apresuradamente – todas las imágenes que pueda capturar antes de olvidarlas para siempre.

Ya no siento dolor. Es como si por fin se hubiera detenido ajetreo en mi alma. Entiendo que es un doctor el que me ha puesto su estetoscopio en varias partes de mi cuerpo y que ahora está moviendo la cabeza para confirmar que ya nada puede hacer. Varias personas que no recuerdo lloran, y creo que alguien maldice desde la puerta. De verdad que ya no siento nada y por fin una sensación de apacibilidad va invadiendo los resquicios activos de mi mente. Siempre pensé que la muerte era algo definitivo que se llevaba la conciencia total, pero resulta que para mí es como lento desvanecimiento de la vida.
Por fin todo va dejando de ser angustioso y, lo que me parece raro, es no haber soltado ese ultimo suspiro en donde dicen que se va la vida. Alguien pide que me cierren bien los ojos y otro exclama que deberían llamar a un sacerdote. <>. Sólo entonces comprendo – antes de rendirme por completo- que ya había empezado a morir desde hacía tanto tiempo.

Tuesday, October 31, 2006

UNA RAYA MÁS AL TIGRE



Tráfico de mierda, exclamó Javier Zanabria: Isabel, mi amor, no te vayas a ir, yo voy a llegar, por favor, no te muevas, espérame. Que jodido está todo. Las luces del semáforo han terminado por confundirse en el vaho rojizo del crepúsculo, y la congestión del tráfico ya es definitiva, Isabel, cariño, ahora ya será en vano que los automóviles, los ómnibus y los policías armen el gran laberinto con sus bocinas, sus silbatos y sus señales: se jodió, me jodí, no voy a llegar a tiempo. La muchedumbre se alborota, se desborda en las esquinas, maldice, invade las pistas, se tropieza: Isabel, perdón por llegar tarde, el tránsito difícil, mi amor, eso diré, el gerente maldito, corazón, y tu academia tan lejos. Isabel, tú vas a comprender.

¿Pero qué se habrá creído el teniente? - gruñó para sí el cabo Juvenal Montero - ¿Qué puede gritar porque el rango? Ni hablar, carajo: y usted no se estaciona aquí, así es que mueva su carro antes de que lo multe, lo detenga y lo joda como me está jodiendo a mí el destino por la mala suerte de ser tan sólo un guardia. Está deprimido el cabo Juvenal Montero. Se repasa la mano por la frente grasosa, mira con odio al hombrecillo que, desde la ventanilla de su autito de mierda, me mira con angustia, puta madre, qué cara, pero igual que se vaya, porque yo ya tengo bastante con los problemas que me da la vida sólo por no haber tenido el dinero suficiente para cambiar de suerte ¿Verdad teniente? Y claro, cómo guapea usted cuando está de malas, sin importarle la edad ni la suerte del que se le ponga delante, y por supuesto que si yo hubiera tenido dinero tampoco sería guardia, tal vez ya sería Mayor, su Mayor, Teniente, y la vida sería otra cosa, y usted sería sólo un mocoso con uniforme: Teniente cabrón. Y a usted ya le dije que mueva su carro.
Definitivamente hoy es un mal día, mala suerte con la vida, con el rango y hasta con el tránsito.

Está de malas el guardia, dedujo entonces Carlitos Bejarano: un taxista que ha recorrido una y mil veces todas las calles de esta ciudad difícil, y claro, con ello sólo he ganado recuerdos para la cantina, porque dinero, sólo para vivir, jefe, no sea malo, deje que me estacione porque tengo un cliente que se me puede escapar y usted sabe, cada billete siempre será bueno para sobrevivir. Mujer, sólo se gana para sobrevivir y esperar que los hijos crezcan y tengan mejor suerte. Jefe, no se pague conmigo porque la vida es igual de fregada para usted y para mí y seguramente para el tipo aquel que se desespera por subir a cualquier transporte que lo saque de esta locura: cómo si fuera fácil, jefe, por favor, por esta vez.

La noche se va definiendo en una bruma inexorable, y en el horizonte, el débil trazo rojizo de la tarde es una aleteo que se diluye más allá de la geometría grisácea de los edificios: Isabel, bonita - recuerda Zanabria - ¿En verdad me quieres? - suspira Zanabria - necesito oírlo una y otra vez, como si fuera un viejo bolero que sólo se escucha cuando se está enamorado o borracho, y el ómnibus que no viene, amor, y la hora que no se detiene. Tonto enamorado Zanabria: desesperado, celoso, agobiado, loco Zanabria.
Los vehículos, como capturados en la urdimembre de una sórdida telaraña, aceleran intentando escapar, y rugen, y se quejan con bocinazos inútiles, porque el tránsito ya se jodió, carajo, maldice el cabo Montero, y otra vez, carajo; pero esta vez por este pendejo que no quiere mover su cagada de carro y que suplica, que no entiende, que no se da cuenta de que estoy con rabia, que lo voy a joder sólo por espeso, por llorón.
Por favor, jefe - ruega Carlitos Bejarano - usted comprenda, jefe, la vida está difícil, y complicada; deje que me estacione sólo un rato, jefe, y sí, es cierto, yo suplico, yo ruego, yo me humillo, mi cabo, porque, poco a poco, uno se acostumbra; Vamos, jefe, si todo está complicado, si la vida es complicada y jodida como este auto que se me desarma en cada esquina, pero usted entiende, mi cabo, igual hay que trabajar, para un frejolito y luego para otro, y no alcanza, nunca alcanza, siempre la sensación de que se está dando vueltas en la misma mierda, jefe, sin papeleta por favor.

Dos hombres recorren pausadamente la avenida grande. Caminan indiferentes a la desesperación de los transeúntes que, a esa hora, ya han desbordado las veredas. Uno es delgado y más alto que el otro, pero en ambos hay un gesto de ocultación que los separa de la corriente humana que, para entonces, avanza entre tropezones e insultos.
El más bajo tiene el cabello lacio y descuidado. El paso desordenado y sonríe a ratos, como si estuviera nervioso; luego, como arrepentido, su rostro cetrino recupera el gesto anterior: insociable, frío e impasible.
El más alto, en cambio, mantiene un aire como de solemnidad en cada gesto: el cabello corto, el rostro ceroso, la mirada inquieta detrás de unos lentes de cristales muy gruesos. Carga una mochila vieja con extremo cuidado, como si la protegiera de todo y de todos.

¡Carajo con el tránsito! El cabo Montero está sudando. Justo cuando me toca turno se arma esta cojudez, carajo con mi suerte sin fortuna, y ahora seguro que el Teniente se desquita conmigo. Y los silbatos que me joden y el chillido de las bocinas que ahora se extienden hasta el infinito. Como que todo crece y luego se debilita, y se esparce y se reagrupa.

El hombre de la mochila a ratos mueve los labios como si repasara algún código secreto que no quisiera olvidar, y en los gruesos vidrios de sus anteojos comienzan a rebotar, como llamitas minúsculas, las primeras luces mortecinas de los faroles. Están cansados, nerviosos, tensos. Ambos parecen ejecutar la rutina de un ejercicio previamente memorizado.
El más bajo mira de tanto a en tanto a su compañero como esperando alguna orden intempestiva. El gentío, mientras tanto, va y viene como un oleaje incontrolable y sordo.

Isabel, estoy celoso, tu academia me vuelve loco, tu profesor es un imbécil y también me vuelve loco, lo odio: te llena la cabeza de cojudeces, te aleja de mí. Amor, espérame, no tendríamos que estar pasando por esta agonía si te quedaras conmigo para siempre, y te olvidaras de tu academia y de las huevadas que proclama ese tu profesor de mierda, porque yo soy mejor que ese miope idiotón, sabes, porque para vivir hay estar en la vida y no escondido entre los sueños, así pienso yo, amor, espérame, por favor, te amo. Hay un olor de fritangas que se extiende por todas partes y es denso, pegajoso, fundido con el humo negruzco y picante de los motores, y las luces de los autos y de los faroles como que van ganando nitidez en la proximidad de la noche definitiva, amor, perdóname.

Apagón, carajo, Isabel no te asustes, quédate allí, espérame. La noche se fractura, se transforma en una cueva en donde vuelan miles de ojos brillantes. La gente se asusta, maldice, se alborota ¿Cómo es esto, Isabel? Yo no entiendo eso de no tener visión de la vida, y de cuándo acá me sales con esas pendejadas, Isabel, mi amor, perdóname, insisto, tu profesor me tiene cojudo.

Y en verdad yo no entiendo por qué me tiene que pasar esto a mí ¿Por qué cuando estoy en servicio? ¿Y si me toca? ¿Y si acaso me llegó la hora? ¿Y si ahora mismo bajan de un auto con las metracas dispuestas? Y me queman, me matan, me dejan muriendo, mierda, Teniente, usted también se muñequea, no lo niegue, que lo estoy viendo desde esta esquina, asustado. Teniente, la muerte nos apareja: en esta vida la muerte es una mano que señala por igual a todos, qué vaina.
Llegar a casa, Dios mío, llegar aprisa, despejen la pista carajo, si se me cruzan ellos les paso el carro ¿Y si disparan, y pierdo el control y el auto se estrella? Y luego mis hijos lo leen en el diario, y mientras lloran ya están pensando cómo harán para sobrevivir: jodido, mujer, siempre jodido, viviendo de prestado, con el corazón sujeto en la punta de un hilo muy débil, un día no hay plata, un día me roban el carro, un día una explosión me arranca las pesadillas, igual, mujer, la cosa es igual, un círculo un poco más grande, un poco más chico, pero igual.

Hay un nudo de sombras y de luces que se encabrita en la intersección de la Colmena con Tacna. Las bocinas se gritan y los silbatos casi desaparecen apabullados por el desorden. Las luces de las tiendas son entonces mortecinas, débiles, moribundas en el triángulo de sus velas.

El hombre más bajo se ha puesto tenso y mira a todos lados con ojos temerosos, mientras el de los anteojos gruesos descuelga la mochila cuidadosamente hasta depositarla en el suelo. Se reacomoda los lentes. Los peatones ascienden y descienden torpes, golpeándose entre ellos. El cielo es una bóveda oscura en donde un fragmento de luna se ensucia con nubarrones grisáceos.
La mochila ya está abierta y, del interior, una espiral de humo emerge amenazante. El hombre más bajo mira asustado y luego busca la mirada del otro como pidiendo ayuda. Entonces un transeúnte, que se ha salido de la correntada de caminantes, vocifera desesperado, carajo, una bomba, terroristas, corran, puta madre, te dije que cubrieras, te dije que no pensaras en otra cosa, huevón, que si pensabas en algo distinto te quebrabas, te jodías, te morías. El río es ahora más caudaloso y ondulante. Una mujer ha gritado y el policía: me llegó, Dios mío, cartuchera de mierda, ábrete, Teniente - con la voz quebrada – terrucos. Y Bejarano, te dije mujer, tarde o temprano siempre va a llegar el día en donde se acaben las carreras y las ruedas de este carro se planten para siempre.

El más bajo ha sacado una pistola de la pretina. Los transeúntes corren y algunos abandonan sus autos. Tu profesor es una mierda con lentes amor, no le hagas caso corazón, tanta palabrería sólo para acostarse contigo, mi cielo. No me juzgues tan duramente, simplemente te quiero y no entiendo ni quiero entender que la vida tenga otras demandas o si a este país se lo está llevando el carajo, no me importa, ni a ti tampoco te debería importar, Isabel.

El hombre que cargaba la mochila también empuña una pistola y ha disparado contra un policía que alcanzó a esconderse detrás de una pared desconchada. El más bajo ha gritado un quejido antes de caer, bien mi teniente, pero escóndase, no sea huevón. El humo en la mochila es intenso, Teniente, carajo, no se haga el pendejo, escóndase. Tantas vueltas y tantas angustias para llegar a esta avenida sin retorno. Cómo explicarlo, cómo saber que no la estamos cagando como siempre, como todos. Cómo verle la cara a la muerte sin sentirse cojudamente sorprendido.
El estruendo de la explosión fue repentino, tajante. Una sucesión de gritos se acumuló detrás de la humareda. Un quejido múltiple de vidrios se extendió incontenible: ¿Entiendes, Isabel? Y tenía tanto que decirte hoy.

Friday, October 13, 2006

CUENTO



TIEMPOS DIFÍCILES


La luz del amanecer aún era débil y el alumbrado amarillento de los faroles todavía determinaba con nitidez las líneas de las calles. Una fría neblina vagabundeaba por la ciudad. Todo parecía extrañamente quieto. Javier Santa Cruz caminaba a esa hora por la avenida Alfonso Ugarte y aún sentía un poco de sueño: los párpados pesados y una sensación de lasitud en el cuerpo.
Tenía que estar entre los primeros de la cola. El reparto comenzaba como a las siete y, si todo iba bien, podría dejar la bolsa con los comestibles en la casa, quemarse la boca con el café – por fin con mucha azúcar - y quizás llegar puntual al taller. Entonces ya no tendría que escuchar los regaños de don Andrés. Claro, si todo iba bien esa mañana – pensó – porque desde que tenía memoria muy pocas cosas salían bien en su vida y también en la vida de casi todos los que conocía.
Cruzó por fin la avenida Alfonso Ugarte a la altura del colegio Guadalupe. Observó – sin perder el paso – esa parte de la ciudad y suspiró. Todo se veía tan apacible y silencioso a esa hora. Sólo algunas luces languideciendo en las ventanas adormiladas de los edificios. En un par de horas, sin embargo, la ciudad volvería a la agitación de siempre: habría bocinazos de ómnibus, empujones de gente apresurada, gritos de vendedores ambulantes. Pensar que Cecilia iba a caminar más tarde por esa misma ruta para intentar comprar otra bolsa de víveres. Javier Santa Cruz supuso que iba a ser muy difícil que ella consiga otra ración porque ya había visto la extensión de las colas que se hacían los viernes de quincena. Siempre pasaba que antes de media mañana se agotaban las raciones. Luego la ansiedad de la gente se iría materializando en empujones y maldiciones. Pero más difícil era convencer a Cecilia cuando se ponía en plan de terca. En todo caso, cómo no entender la obsesión de su mujer por juntar, acumular, asegurar la mayor cantidad de víveres, si los rumores de una escasez mayor corrían por todas las bocas durante el día. Cecilia era una madre normal que últimamente hacía cosas anormales como casi todos los demás. Claro, la crisis.
Cuando estuvo cerca de la gran puerta metálica, sintió un hincón de rabia porque ya había por lo menos treinta siluetas semidormidas formando la hilera. Iba a ser un día difícil. Aun a pesar de la bruma del amanecer, ya se podía leer el cartelón en la parte superior del almacén: Mercados del Pueblo. Tocó su bolsillo para confirmar que tenía el fajo de billetes y apresuró el paso para ser el siguiente en la cola. Y pensar que unos meses antes, cuando no sospechaba que su vida iba a tomar un nuevo rumbo, imágenes como ésta le habían parecido tan patéticas. Gente que corría de tienda en tienda tratando de comprar medio kilo de azúcar por aquí y otro medio kilo por allá a cambio de llevar cosas, de pronto tan innecesarias, como jaboneras o aerosoles. No obstante, ahora, él era parte del contingente de personas que amanecía con el sabor amargo de la preocupación por la escasez, la devaluación y la violencia política. Miró su reloj y aceptó con resignación que iba estar un buen rato en la cola. Se levantó el cuello de la casaca y suspiró. Pensó en Guillermito. Seguro que ya se había despertado y probablemente Cecilia le cantaba una canción de cuna mientras le preparaba su papilla.

Cecilia había dejado la universidad cuando supo que estaba embarazada de Guillermito. Es decir, no fue por el embarazo exactamente, sino porque la posibilidad de que los dos siguieran estudiando había sido descartada después de muchas conversaciones agotadoras y tristes. A Javier Santa Cruz le faltaba sólo unos cuantos cursos y con su bachillerato en la mano le iba a ser más fácil encontrar una plaza de profesor. En cambio, para Cecilia la situación se hacía más complicada porque recién estaba por la mitad de la carrera. En esos días, Javier Santa Cruz todavía estaba seguro de ganarle la partida a la adversidad. Con un poco de paciencia, disciplina e inteligencia – le había dicho a Cecilia – iban a superar aquellos malos momentos. ¿Quién iba suponer que las cosas del país se iban a complicar tanto? Que el dictado de gramática en el C.E.O de la señora Narváez se iba a terminar cuando los terroristas dinamitaron por segunda vez el Banco del primer piso. Mala suerte. Entonces la señora Narváez le puso candado definitivo a uno de los ingresos más importantes de Javier Santa Cruz y se marchó del país como otros tantos.
Poco tiempo después se malogró el Escarabajo y no hubo cuándo juntar la plata para la reparación. Entonces también se acabaron las largas noches de taxis. Tuvieron que hacer ajustes en el presupuesto y mudarse a una pieza más pequeña con baño compartido. Por lo menos, don Andrés, el dueño de la mecánica, no puso mucho problema y lo aceptó como ayudante con tiempo para ir a la universidad, cuando había clases, claro, y cada vez eran menos esos días, por lo de la violencia. De paso, Javier Santa Cruz cada vez tenía menos ganas de seguir estudiando. Sentía que estaba cayendo lenta e inevitablemente y que, mientras caía, sus ilusiones rebotaban entre frustración y frustración. Pese a ello, en todo ese tiempo de descalabro, Cecilia se había comportado a la altura de las circunstancias. Había hecho milagros con lo que él traía más lo que ella conseguía en sus ventas de cosméticos a domicilio. Cuando nació Guillermito, Cecilia hizo que los tres se tomaran una foto en la misma maternidad pública y le pidió a Javier que tuviera siempre una copia en la billetera. Fue quizás el único momento en que usó un tono determinante. Por lo demás, su mujer parecía siempre dispuesta a comprenderlo todo, aunque había noches en las que Javier Santa Cruz la había atrapado despierta y con la mirada perdida en la luz de la luna que entraba por la ventana.

¿En qué momento había llegado tanta gente? Javier Santa Cruz se sorprendió cuando se dio cuenta de que la hilera semidormida de la madrugada ahora era una sucesión casi incontable de individuos apretujados y malhumorados que daba varias curvas y que se perdía en una de las esquinas. Se había distraído en sus pensamientos y no supo cuándo se había creado ese desorden que amenazaba con un saqueo. Había muchos policías tratando de controlar a la gente y se oían gritos y maldiciones contra los individuos que creaban el laberinto; aunque, básicamente, las maldiciones eran contra todo lo que sea el gobierno; es decir: los policías, los administradores del almacén, los ministros y el Presidente. En una esquina, dos tanquetas militares, silenciosas y amenazantes, parecían camuflarse en el color grisáceo de un edificio. Los males nunca vienen solos, sino de a dos y hasta de a tres, pensó Javier Santa Cruz. Vio que uno de los uniformados, encaramado en la torreta de una de las máquinas militares, acercaba las manos hasta el rostro para calentarlas con su aliento.
Cuando las puertas del almacén se abrieron y varios empleados de camisa y corbata aparecieron con sus sellos, la gente se alborotó. La larga hilera de concurrentes se agitó como una serpiente y pareció partirse en algunos tramos; sin embargo se mantuvo unida. Tres sudorosos policías intentaban, con la ayuda de sus varas, ordenar las cosas en la puerta, mientras los empleados iban sellando el brazo de los que iban ingresando. Javier Santa Cruz observó los gestos de incomodidad con la que algunos recibían el sello. Sintió la misma molestia cuando recibió el suyo. Recordó la imagen televisiva del funcionario del gobierno que explicaba la necesidad de controles para evitar el acaparamiento y recordó también las imprecaciones de Cecilia porque, a pesar de tantos sellos y tiques, los víveres igual aparecían en cualquier tienda a precios exorbitantes y muchos estaban haciendo un dineral con la necesidad de otros. Cecilia, y muchos como ella, tenían razón con lo que decían. Todo parecía irse a pique sin que nadie tuviera algún control.

A veces, Javier Santa Cruz suponía que Cecilia sentía algo de culpa por haberlo orillado a esa decisión con el embarazo y que, por eso, soportaba resignadamente el tipo de vida que estaban llevando. No habían tocado el tema en las conversaciones que tenían algunas noches. Él suponía que siempre era mejor evadir algunos puntos que podían desembocar en un sinceramiento peligroso. Su relación se mantenía en un punto medio del cual, al menos Javier Santa Cruz, no quería salir.
Se habían enamorado cuando ella estaba en el segundo año de la carrera y Javier en el quinto y último año. Claro que debía algunos cursos de ciclos anteriores, pero era la rutina estudiantil de casi todos. Hubo algunas miradas mal disimuladas entre ambos, ciertas sonrisas en los patios de la universidad, hasta que finalmente algún amigo los presentó. Después, todo fue llegando de manera natural: buenos compañeros en algunas clases, amenos conversadores en largas charlas, luego amigos inseparables, caminantes incansables del centro de Lima en busca de libros de segunda o de los últimos cines que quedaban en el Jirón de la Unión. Se hicieron enamorados a fines de ese año y ambos parecían haber encontrado su complemento ideal.
Cecilia supo entonces que Javier Santa Cruz vivía en una pensión del Rímac, una vieja casona que a ella le pareció tétrica porque tenía los techos muy altos y las maderas se quejaban cada vez que alguien caminaba con demasiada prisa. También se enteró de que Javier Santa Cruz no tenía hermanos, que había perdido a su madre cuando era muy chico, que nunca conoció a su padre, que había vivido su adolescencia con unos tíos que luego tuvieron que marcharse a Huancayo. Nada especial en mi vida, hasta ahora, Cecilia: lo de siempre.
Javier Santa Cruz le contó que tenía la ilusión, a largo plazo, de tener un colegio privado y vivir de esas rentas sin mayores contratiempos.
Cecilia, si había conocido a su padre, aunque lo había visto muy poco. Había fallecido hacía cinco años. Lo quiso mucho. Ahora vivía con su madre y sus dos hermanos que ya tenían mujeres e hijos. Habían heredado de su abuelo paterno un chalecito por la avenida Tomás Valle. Suerte de tener techo, aunque ahora ya eran demasiados dentro de los noventa metros cuadrados del chalecito.

Del padre, Cecilia había heredado la curiosidad por las cosas de la política. El había sido un sindicalista muy respetado. Javier Santa Cruz no se opuso a acompañarla a las reuniones en el Centro Federado de Estudiantes para escuchar algunas discusiones políticas. El bichito de la política. Te entiendo, Cecilia. Además, por eso ella se había matriculado en la especialidad de Historia y Geografía, para entender más a su país. Correcto, Cecilia. Asistieron, en ese tiempo, a muchas reuniones, charlas y debates sobre política. Porque el terrorismo era ya una realidad que iba desolando las serranías del país, escuchaban, y era inevitable que más pronto que tarde éste iba a caer con todo su rencor sobre la capital, amenazaban los expositores. Cecilia parecía querer develar los misterios de la lucha de clases como si buscara comprender lo que tanto había obsesionado a su padre. Los apagones y los asesinatos de autoridades, así como de modestos dirigentes de zonas marginales, los coches bomba, las pintas, los folletos, indicaban que la violencia se iba a acrecentar. Y los otros, cállate, patético burgués. Había que participar en aquellos movimientos que buscaran respaldar a quienes defendieran la democracia, se pronunciaban algunos. Lo que debes saber es que ya les llegó la hora a los miserables traidores como ustedes, vociferaban los otros. Lo cierto es que Cecilia había visto muy poco a su padre y que había vivido en una adolescencia llena de lamentos maternales por las locuras del padre. Agitadores. Capitalistas. Terroristas. Vende patrias. Luego, las discusiones, las discrepancias, los grupos que simpatizaban con una ideología y los que se oponían. Los que estaban a favor de una purificación de la nación a través de una guerra civil, los que no creían en la violencia, los que tenían miedo, los que sembraban miedo. Después, las patadas y codazos con los que terminaban las reuniones. Javier Santa Cruz tuvo que cubrir más de una vez a Cecilia para que no le cayera alguna pedrada y tuvieron que huir a toda prisa de más de una manifestación que terminó en pelea.
Se alejaron paulatinamente de todo ese ajetreo sin tener que consultarlo entre ellos. No hubo necesidad. Estaban muy ocupados en explorar sus sentimientos y cada cual guardaba, secretamente, la ilusión de que el mundo iba mejorar para ellos dos. Después de todo, Cecilia lo dijo una vez, el país se venía acabando desde que era niña.

Su mujer le había dejado una nota sobre la mesa junto al termo con el agua caliente y la latita de café. Había salido a cobrar una cuenta antes de que la clienta se vaya a trabajar. Iba a procurar volver rápido al cuarto, pero era seguro que no lo iba a encontrar. Después ella iría al almacén para intentar algo. Javier Santa Cruz bebió su café y disfrutó del silencio de la habitación. Percibió el olor a talco y leche de Guillermito. Lo extrañó. Vio la cuna y la cama de plaza y media en donde dormía con Cecilia cada noche de los tres últimos años. El roperito y las cajas en donde su mujer guardaba las ropas. La cocinilla de gas, la ollas pegaditas a los platos, los anaqueles de plástico en donde languidecían algunas legumbres, el televisor y el sillón huérfano que habían comprado en un remate. ¿Estaba bien todo? ¿Por qué esa mirada de lástima a su alrededor? El anaquel en donde estaban los libros y las cosas de la universidad, la fotografía que se habían tomado en la pileta de la facultad cuando todo parecía tan fácil. Masticó con pocas ganas el pan con mantequilla que le habían dejado y se sirvió otro poco de café. ¿Estaba arrepentido? Pensó en Guillermito. Recordó la noche en la que le dijo Javesh y no papá, sus manitos cuyos deditos se abrían y se cerraban llamándolo; pero ¿qué le pasaba a esa ternura paterna en mañanas como ésta? Cerró la puerta, le dio dos vueltas a la chapa y caminó con prisa para llegar al trabajo.

Nunca se lo dijo, pero esa noche, después de la noticia del embarazo y luego de dejar a Cecilia en la puerta de su casa, Javier Santa Cruz maldijo intensamente su situación. Se aterró: no quería se padre. Esa noche, apenas contuvo el impulso de regresar sobre sus pasos para pedirle que no tuviera al niño. Estaba molesto. Hubiera querido decirle que debía haberse cuidado mejor, que no era una escolar, que no por la puras era una chica universitaria, que todo se iba fastidiar por un arrebato de sentimentalismo o de irresponsabilidad. Sentado en el paradero de los ómnibus pasó algunas horas pensando en su paternidad. Por varios días ocultó la rabia que sentía contra Cecilia. Luego, poco a poco, su irascibilidad se fue atenuando. La actitud apacible de Cecilia y su practicidad para solucionar los problemas inmediatos como que adormecieron su secreto resentimiento. Tuvieron un baby shower organizado por algunos de sus compañeros de base. Es cierto que ya no había muchos porque la violencia los estaba disolviendo paulatinamente y, en verdad, ya no era muy seguro seguir estudiando. Margarita y Ricardo, los más cercanos amigos que tuvieron en la universidad, aun los siguieron frecuentando por buen tiempo. Por aquella época, los cuatro iban al cine una que otra vez, cuando había suerte y los apagones no lo arruinaban; luego tomaban un café en algún restaurante cercano y charlaban. Pero las cosas se fueron haciendo cada vez más complicadas para todos y, tal vez la violencia o el hecho de que las vidas de Cecilia y Javier se encarrilaran por otro rumbo hicieron que Margarita y Ricardo también desaparecieran de sus vidas. Cecilia a veces los mencionaba con algo de nostalgia, aunque jamás ahondó – al menos no delante de Javier – en las razones por las cuales se alejaron tanto de los amigos de aquella época.

Supo que había sido una bomba por el temblor repentino del piso, y el quejido sorpresivo de los vidrios. Carajo. Luego, hubo un silencio asustado y breve en las calles. Don Andrés, los demás trabajadores y los clientes de la mecánica palidecieron. Malditos terroristas. Entonces Javier Santa Cruz lo supo: la detonación había sido en el almacén del Pueblo. En todo caso sintió que algo se partía en su corazón y eso le fue suficiente. Luego se oyeron algunos disparos de fusil. Dios mío, disparos hechos a ciegas por esos soldaditos asustados. Por último, gimieron las sirenas trepidantes de las ambulancias y el aullido de los patrulleros. No puede ser.
Tropezó con un montículo de piedra al lado de una zanja e hizo varios intentos para no caer, se sobrepuso ¿En qué momento había empezado a correr? Había doce cuadras que lo separaban del almacén. Siguió corriendo como si estuviera en otra dimensión. Cecilia, por favor. No sintió dolor cuando volvió a tropezar en la quinta calle y cayó aparatosamente, que Guillermito sonría; se levantó y siguió corriendo aun cuando vio que había sangre en una de sus manos rasguñadas, que me diga Javesh. Se secó las lágrimas con los puños de la camisa y comprendió que sólo lloraba sin hacer ningún gesto. Se imaginó a sí mismo corriendo desesperado: con la ropa llena de grasa de automóvil, el cabello pegajoso y los zapatos viejos. Se sintió miserable y corrió más rápido ¿Así terminaba todo? Cuando le faltaban dos cuadras para llegar al almacén, sintió el olor inconfundible de la pólvora y los químicos. Cecilia ¿Por qué no peleaste alguna vez conmigo y me dijiste cuán cobarde era yo? Estúpidamente callado, opaco, haciendo una vida juntos con resignación de mártir ¿Por qué no me dijiste que yo era un pendejo que te echaba la culpa diariamente con la mirada y con la actitud de padre sacrificado?

Cuando llegó, vio que había nubarrones de humo denso y negruzco saliendo de un costado del almacén. Los soldados habían formado un cerco con sus fusiles y sus cuerpos alrededor de la construcción desde unos cincuenta metros antes. Los bomberos ya estaban subiendo algunos cuerpos en las camillas. Javier Santa Cruz trató de atravesar el cerco con la misma carrera con la que había llegado, pero el golpe de un fusil lo derribó violentamente. Se reincorporó a medias, buscó respirar, comprender lo que estaba viviendo desde hacía tiempo, lo que le podía tocar vivir a partir de esa misma mañana. Se sintió totalmente solo y desde el fondo de su propio abismo exclamó:
- Mi hijo... mi esposa... por favor – no pudo evitar que su voz se quebrara. No quiero quedarme solo, Cecilia.
El soldado no tenía más de veinte años y parecía tan asustado como todos. Vio como Javier Santa Cruz se reincorporaba con dificultad del culatazo. Una ambulancia comenzó a ulular anunciado su llegada. Los silbatos de los policías se sucedían atropelladamente. Cuando el recluta iba a golpearlo por segunda vez no pudo evitar encontrarse con los ojos locos y llorosos de Javier Santa Cruz. Entonces algo cambió en la mirada recelosa y asustada del soldadito. Se hizo a un lado para que aquel hombre consternado de traje de faena y con una mano sangrante pudiera pasar.
Un bombero alcanzó a decirle que aparte de los cuatro heridos que estaban subiendo, habían ya llevado a un policía muy grave y a dos mujeres, pero que no estaba seguro de la edad, aunque le parecían de cuarenta o más. Le gritaron que era mejor que vaya a ver si su hijo estaba en casa y que en todo caso tenía que recoger los documentos de identidad si quería que le informaran de algo en emergencias. Quiso gritar para saber más, pero había gente gritando por todos lados y policías empujando a todos. Terminó por quedar fuera del tumulto. Corrió a casa.

Cuando abrió la puerta vio que Guillermito se llevaba una cuchara de papilla a la boca y que su rostro estaba enlodado con la crema amarillenta. Cecilia apareció desde la cocinita. Javier Santa Cruz la miró por un largo rato: su cabellera corta como cuando era estudiante, su rostro pecoso y algo sudoroso por el fuego de la hornilla. Se acercó a ella y la abrazó.
- ¿Estás bien? – preguntó ella, preocupada.

Javier Santa Cruz la abrazó intensamente sin decir palabra. Ella se dejó por unos instantes, pero luego llevó sus manos al rostro de Javier, lo miró a los ojos, luego lo auscultó como buscándole alguna herida. El cuerpo del hombre aún temblaba.
- Tuve miedo – dijo Javier Santa Cruz
Después de unos segundos y con un tono de voz más controlado y decidido:
- Pero, ya no.