Ahora estás al borde del círculo, como una frágil silueta que aún no se atreve a trasponer la tangente. Hay en tu cabello alborotado un poco de cielo sin estrellas y, en las líneas más escondidas de tu rostro, un gesto que fácilmente se confunde con la nostalgia: dudas.
Los chicos del círculo han detenido el ritmo de sus palabras, tal vez sólo para hacerte notar que están esperando tu retorno: suspiras como si estuvieras triste desde siempre.
Un viento suave remece entonces los jardines, y busca tus labios, y se regocija en las ondas de tu cabellera como si ya te conociera; sin embargo no lo entiendes todavía: aún no. Prefieres sentarte en el borde delgado que cerca la piscina y distraerle con las líneas rugosas que ondulan sobre la superficie azulada del agua. Aún no puedes aceptar que hay una brisa, aparte, que únicamente acaricia tu rostro, ni tampoco que hay un murmullo, secreto, que solivianta tus presentimientos, y que te aísla de la comparsa de voces que sale del círculo: intuyes.
Ahora llevas una mano hacia la otra, se mueven tus dedos, estás inquieta y desde tu lugar, intentas hablar con un amigo del círculo, le sonríes; no quieres seguir resbalando por esa suave pendiente que a ratos te captura y te envuelve, como que te acerca.
Uno de los muchachos se ha puesto entonces de pie para recitar sus poemas y algo le vociferan los otros, como un grueso de palabras que tú ya no logras comprender porque repentinamente te invade una sensación mayor que consume tus presentimientos. Bajas los párpados y sueltas tu mano y esta toca la superficie del agua; entonces te estremeces porque la silueta del Apúnchic, difusa aún entre la niebla de tus visiones, ha levantado el poderoso brazo para anunciar, desde lo alto de la colina, que el Imperio Inca va a castigar a los rebeldes, y tienes miedo, y en el horizonte brilla., inmenso, el Sol que se eleva desde el fondo de la quebrada: flamígero y poderoso.
Frotas entonces tus ojos con miedo. y la verdad tangible de la piscina regresa paulatinamente junto con el follaje verdoso que rodea la casa. Hundes ambas manos dentro del agua temblorosa buscando despejarte, es necesario, es urgente; pero cuando crees haberlo conseguido, otra vez regresa el zumbido matador de las miles de hondas guerreras que entonces comienzan a girar amenazantes en todo lo ancho de la ladera que abre camino al Antisuyo. Los ojos del Apúnchic están enrojecidos, como si la ira del propio Inca estuviera allí, en sus pupilas de guerrero. Entonces te asustas, lo presientes: vamos, piensa, dulce paloma mía.
Cierras y abres los párpados varias veces, y te tranquilizas porque has recuperado la brisa olorosa del jardín y éste ahora revolotea tranquilo sobre tus cabellos y, a la distancia, oyes el canto de un grillo perdido en la maleza del jardín. Respiras y te concentras. Estás intentando no volver a caer sobre la misma alucinación, no volver a ver lo que otra vez ya estás viendo: la guerra otra vez, el ejército inca otra vez, el fragor de ese supremo poder bajando de nuevo, trayendo el castigo de su poderoso reino, y habíamos sido tan felices antes, Palomita mía, cuando sólo nos preocupaba la siembra, la lluvia, la vida: ¿ Cómo percibir entonces que en el gemido de los cerros se escondía la verdad fatal de nuestras ilusiones, amor?.
Revuelves el agua de la piscina y como que las imágenes se fragmentan, pero tú, ahora, te has quedado en el ángulo difícil de la incertidumbre. Dudas. Cuentas los rombos verdosos que arman el piso y después intentas distraerle auscultando el trajín fatigoso de una hormiga solitaria. Escuchas a otro del círculo recitando poemas con voz ebria mientras los demás beben sin animarse a romper la línea curva y cerrada, y tú, amor, en la tangente, como una sombra que duda bajo la débil luz de las lámparas. Piensa, amor, los Wancas perdieron la guerra y nosotros tratamos de huir de la muerte que se extendía por todo el páramo, como una noche sin luna que se iba tragando la vida. Recuerda Palomita, y entonces huye, escóndete, transfórmate en arroyito que baja en silencio hacia los surcos. Intenta ser una leve sombra en lo alto de la montaña o tal vez pequeña cuculí que se pierde en la distancia, amor, habíamos sido tan felices cuando todavía caminábamos envueltos por el aroma maduro de la cosecha y de pronto, como plaga que destruye el sembrío, como tormenta que incendia los páramos, vino la desgracia que nos alejó como se aleja la noche del día, paloma de los ojos tristes: nos amábamos.
Alguien te ha llamado desde el círculo salvándote de tus dudas, y tú has sonreído como agradeciendo el rescate. Los miras y comprendes que ellos están totalmente aliviados del tormento duro del presente: corren libres por entre los pliegues de sus palabras. Gritan y proclaman conceptos que tú no alcanzas a comprender porque todavía estás lejana y sientes que la dentadura se te hace blanda y que este tiempo, a pesar de tus intentos, se te está yendo a hurtadillas. Entonces te sacudes, te afirmas en el presente, buscas ingresar al círculo, jugando, retando. Te estabas sintiendo mal en la tangente y quieres retornar, estar entre los puros, ya no escuchar la melodía monótona del grillo; quieres diluir la sensación de nostalgia que corre por tu cuerpo. Los poetas están ebrios, y como que te entienden, y celebran tu reingreso, te juegan, te arrastran en grupo hasta la parte honda de la piscina diciéndote que el agua quita la nostalgia y de que ya era hora de volver a la vida. Ríen, ríes, te curvas defendiéndote, sensual, lubricas tus labios, te agitas cuando ya están por lanzarte al agua pidiéndoles en vano que lo hagan porque en verdad, si quieres refrescarte, y suponer que todo pudo ser una alucinación de la que ya has escapado.
La mascaypacha del Inca muy alta, como una señal que nadie se atreve a ver porque es un símbolo divino. Los gritos de júbilo. El Sol. El revuelo de los buitres sobre los cadáveres. La gloria imperial remeciendo la cordillera. Paloma de los ojos tristes, cruzaste el horizonte en vuelo bajo, buscándome. Amor, tanto dolor puede dañarte.
Hay en tus labios un brillo, un burbujeo de palabras, un tenue sabor a licor, y luego, varias manos que te sueltan al espacio finito del agua y caes como rompiendo mil copas de cristal que rozan tus orejas, palomita, sientes que el líquido frío se filtra por tu traje, te inunda. Sabes que arriba, más allá de la bruma del agua, los chicos del círculo te están esperando alegres, y sin embargo, te dejas llevar por el ritmo del agua y entonces vuelves a ver la nieve perpetua bordeando la cordillera y lloras, amor, porque no me has hallado en ningún lugar a pesar de que la onda débil de mis lamentos todavía resuena en tu corazón, como diciéndote, paloma, que tanto amor debe lograr que nos encontremos en otros tiempo, quizás cuando salgas del agua con el cabello revuelto cubriendo tu rostro, y un dedo del pie, y luego otro, una sandalia blanca, tu mano que levanta tus bucles para oír el canto del grillo, entonces como si llorara, como si supiera, al igual que tú y yo, que aún no es el tiempo total para volver a encontrarnos y que tal vez pueda ser en otro tiempo, quizás en otro espacio muy alto, tanto que sólo pueda oírse el aleteo colosal de un cóndor.
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